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La esperanza eficiente

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Tenemos una relación rara con la esperanza: unos la tachan de consuelo bobo, como si fuese enemiga de lo real. Otros, visten todo con ella, negando problemas.

Yo la miro como lo que creo que es: una emoción. En nuestra supervivencia,  el miedo nos sirve para huir y salvar la vida y la ira para atacar si es preciso…  Pero, para reconstruir cualquier proceso (personal o comunitario) sospecho que es mejor abordarlo con cierta esperanza, eso sí, eficiente: la que se basa en buenas prácticas desarrolladas por otros, la que parte de la propia experiencia pero la trasciende, la que avanza con los recursos que tenemos. Ni es la del iluso que espera un nosequé ni la tierra baldía que pregonan los que atribuyen al enfado y al combate el título de única estrategia eficaz contra los males del mundo, y cuyo lenguaje se llena de adjetivos de guerra.

La esperanza realista es el mejor punto de partida ante la incertidumbre porque, desde ella, se piensa mejor. Si se piensa mejor, se construye mejor. Y aquí, al mundo, se viene a aportar: todavía está todo por hacer, reformar, arreglar. Ojalá pensemos en esto cada vez que levantemos algo, incluso si ese algo es nuestro ánimo: hacerlo desde el enfado, desde la prisa, desde el miedo o la rabia no es eficiente. Estas emociones, tan poderosas, tienen otro papel en esta obra.

Me imagino un ropero de actitudes: ¿nos pondríamos un bikini para abrigarnos o un destornillador para embellecernos? Porque eso -parece- que hacemos hoy,  tiempo de una ira que nos ponemos para todo, tanto que, cuando nos hace falta, deja de tener impacto: cuidado con los que siempre llevan ese traje, tan adictivo (de la del pueblo se alimentaron y grandes dictadores).  Más bien, la temporada que viene, me decanto por una esperanza que  cuente las veces y lugares en que la gente se ha puesto de acuerdo o vive en paz en el desacuerdo porque, sea cual fuere el resultado, esa es la forma que mi conciencia me dicta ponerme a cocinar los días en un caldo de incertidumbre.