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Vaciar los armarios de prisas

vaciar armariosHoy he madrugado para vaciar los armarios de prisas.

Para no despertar a los vecinos lo he hecho en silencio y despacito. Primero he sacado todo lo que había y lo he colocado delante de mí. En primera fila lo que ni siquiera sabía que tenía. Y no muy alto (los vecinos duermen y no tienen la culpa de que yo viva al alba) me he echado a llorar, por descubrir que la mayoría de los objetos que ocupaban tanto sitio en los estantes no eran míos: miedos de otros, expectativas que no me pertenecen, frustraciones que me han colgado a escondidas, objetivos que alguien ha decidido que son míos y que, a falta de espacio en su casa, han aparecido en una esquina de la mía.

Ay, el tiempo perdido y las emociones desgastadas en asuntos, cajones y lugares que no me pertenecen.

En silencio y despacito,  he puesto algo de orden de la manera que os cuento ahora, por si os sirve: primero, he quemado toda esa primera fila de objetos inútiles que no me pertenecen, esto es: miedos, frustraciones, inseguridades, enfados y objetivos que, siendo de otros, ocupaban espacio en mis días. Después me he sentado al lado de todo lo demás un momento, para observarlo. El pasado lo he envuelto con cuidado y lo he bajado al desván, porque tiene la mala costumbre de aparecer cuando menos te lo esperas y ocupar cajones que necesito para otras cosas. El futuro lo he reciclado porque me ocupa muchas neuronas, ya lo iré tejiendo en los ratos libres con los trozos sobrantes del hoy.  Así que de repente me he visto con las pocas cosas que me pertenecen a mí y que corresponden a un tiempo que se llama ahora.

Os cuento que al ordenar el ahora he visto llamadas desatendidas: de esas que viven en lo más hondo y te arrepientes de no haber hecho si te mueres; inmediatamente, las he pasado a primera fila… claro que para eso he tenido que tirar antes los miedos que sí eran míos. No eran tantos. No he encontrado frustraciones, por mucho que he buscado.

Entre una cosa y otra, al volver y revolver, tenía toda la casa llena de una prisa que no puedo tirar, porque la necesito para ganarme la vida y adaptarme a un mundo que, me pertenezca o no, me la pide cada día. Por si os da ideas, os cuento que la he dejado en el perchero de la entrada. Me la pondré cuando salga de casa, si es necesario, pero no dejaré que entre hasta la cocina, que me llena los días de guerra, polvo y malhumor, y bastante he trabajado hoy al alba, despacito y en silencio, haciendo limpieza de miedos y vaciando armarios de prisas.

(La imagen es del fotógrafo Jesús Tejel)

Queríamos ser árboles

IMG_2747“Queríamos ser árboles: así de calladas, así de quietas. Ser ramas para que el viento fuera lo único que nos sacudiera y no tener que preocuparnos nada más que por la intensidad de las lluvias”.  El fragmento es de Sara Jaramillo Klinkert en la novela Cómo maté a mi padre, crónica de supervivencia familiar al asesinato de su padre a cargo de unos sicarios en Colombia. A lo largo de las páginas el duelo se desnuda diferente en cada uno de los que quedaron. Sara lo cuenta bello, lo escribe sincero y el libro vuela poético. “Pero cuando soplaba el sopor tibio del final de la mañana, abríamos otra vez los ojos y nos dábamos cuenta de que nada había cambiado, de que seguíamos siendo las mismas dos mujeres intentando ser fuertes”, dice.

Queríamos ser árboles.

Conocí una chica que, cuando entraba en pánico, paraba el tiempo y se ponía de cuclillas, de repente.  Manos en los oídos, ojos cerrados, sentidos desactivados. Se hacía avestruz. Inmutable a lo que hiciéramos o dijéramos para sacarla de su concha improvisada. Había desarrollado con los años ese método infalible para que el mundo la dejase en paz. La joven tenía síndrome Down, trabajábamos en un centro ocupacional y vi muchos otros mecanismos de defensa ante lo que nos resulta insoportable. En las noches de confinamiento me acordaba de esa chica avestruz y las dos mujeres árboles, y yo también me volví  avestruz y árbol a ratos, porque lo terrible hay que beberlo a sorbos pequeños. Replegaba las ramas temprano; apagada la realidad y encogida en la cama, buscaba consuelo y libertad al calor de un libro.

Queríamos ser árboles.

“A veces, también hay lugar para las cosas hermosas. Y para las personas, como mi madre, capaces de crear bosques a sabiendas de que ni siquiera le alcanzará la vida para disfrutarlos” dice la autora de su madre, cuando ésta decide  vivir en el campo y fabricarse el bosque. Salvarse.

Queríamos ser árboles.

En los naufragios, cada uno nos salvamos a nuestra manera. Cada cual busca anclas en el sitio más insospechado. Encontramos norte debajo de las piedras. En los afectos, la belleza,  un río, un recuerdo, una ilusión, una sensación, una oración. En un beso. En amasar pan y tiempo. En el baile. En las palabras. En las historias. Mejor tener trucos varios y sacar de la chistera el que mejor convenga.

Serenidad contagiosa

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El miedo es contagioso, aunque la serenidad también: retroviral para el miedo y pócima de fabricación propia que nos inmuniza ante decisiones precipitadas, sosiega preocupaciones y alivia la impotencia.
Vivimos días en los que unos se arriesgan saliendo a una guerra invisible y otros resisten simplemente estando, en una forma de vida vestida de cuatro paredes. Este desafío temporal nos sorprende vulnerables, y desde la atalaya del hogar se divisan inquietantes calles vacías y hospitales llenos. Unos se dan y lo dan todo, y otros se sienten confinados en la no acción.
Incluso la rama más alejada forma parte del árbol, y el árbol del bosque, y el bosque de un infinito, por el que se multiplica al cuadrado el temor, pero también la templanza y el saber hacer, dejar hacer y estar sin hacer porque mucho habrá que hacer luego. Es un verbo que nos acompañará mucho tiempo.
Seas la rama del árbol más alejada, o el tronco que sostiene, todo puede darse la vuelta mañana, y el que es rama le toque ser tronco y el que es tronco se vuelva rama, aparentemente prescindible. Seas rama o tronco, que corra la savia de la serenidad: en la acción o en la no acción, en la fragilidad o la fortaleza, en el hacer o en el no hacer, en el ayudar o el pedir ayuda. Hagámosla contagiosa.

Por si ya no es divertido

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Confinarse no tiene gracia, aunque se la saquemos y agraciados seamos de saber a lo que atenernos –con más o menos acierto- en caso de epidemia: eso que aventajamos a otras épocas y a otros países con menos recursos que nosotros.
Miro con cariño la imaginación contagiosa en las redes, pero mi instinto acude a aquellos que no llevan tan bien eso de estar en casa, a los que no cantan bingo con los vecinos o hacen gimnasia en el balcón. Mientras otros arriesgan para que nos  encarcelemos por salud, los psicólogos recetan y los expertos avisan: tal vez sea largo y se haga largo. Tal vez llegue un momento en que ya no sea divertido.
No soy psicóloga ni experta, pero llevo confinada varios meses en casa, por una operación que es nada, pero que me trajo movilidad reducida; cuando comenzaba a respirar cielo y pasos, el COVID-19 me devuelve a lo aprendido estos meses atrás, acerca de tejerle un sentido a horas que a veces se tintan de condena. Por si eres esa persona a la que deja de resultarle exótico o divertido confinarse, va para ti mi aprendizaje. Mi guía de supervivencia en estos meses en casa:

Mimo en la higiene personal y de la casa: es el paisaje de cada día, mejor que sea bello.
Quedarse en casa no significa vivir en pijama: personalmente, llevo ropa deportiva lo más mona posible, rimmel, colorete y brillo de labios.
Un horario sensato que se ajuste a tus biorritmos  (y que se parezca a “una vida normal”). En mi caso, madrugo porque me gusta y, por este orden: desayuno como si no hubiese un mañana, me ducho y maquillo como si saliera a la calle, medito como si fuese Buda. Dado que los tratamientos de rehabilitación se han cancelado, hago mi auto-fisioterapia durante hora y media, escribo, limpio algo y cocino, me conecto a redes, noticias y familia, como, hago el vago, retomo mi auto-fisioterapia durante otra hora y media (con algún que otro ejercicio de yoga), hago llamadas a familia y amigos (con los que río, río mucho). Ceno cual monje del Tibet, reviso las noticias en cuentas oficiales de twitter y me despido del mundo y del apocalipsis temprano, con un libro y en la cama.
Leer. A Mandela, en la cárcel, le salvó el poema Invictus. Cuidar de los libros y las historias es inteligente, pues ellos nos cuidan en tiempos de crisis. Especialmente si la situación te sorprende rodeado de personas que te ponen las cosas difíciles, o en soledad… la lectura sana la vida y te permite viajar y conectarte con otros mundos, posibles e imposibles.
Pantallas, pero con moderación. Conectarse a redes sociales, series, el móvil… son una salvación, pero en su dosis.
Un momento para cada cosa. Muchos de nosotros sufrimos el mal de la multitarea; si es tu caso, es el momento de centrar la mente.
Dormir y comer lo mejor posible: tres meses después, conservo la silueta y la serenidad. He invertido en mi sistema nervioso e inmune, qué buena decisión. Tal vez lo necesite para cuidar a otros o cuidarme.
Saltarse todo lo anterior. La anarquía, de vez en cuando, favorece el equilibrio.
Relativizar. Permitirse desfallecer. Sin duda, en algún momento te ahogarás. Un mal día lo tenemos todos. Yo lo gestiono como una mujer madura de cuarenta y ocho años: echándome a llorar como una de cinco y hablando con alguien que quiero.
La serenidad, una opción. El humor, obligación. Yo la pierdo -la serenidad- todos los días, pero se me da bien encontrarla (en un cajón dentro de mí donde vive lo que me sostiene). Para el humor, el paraíso es ese lugar donde habitan las conversaciones con mis amigos.

Yo misma desconfío de decálogos mágicos o soluciones fáciles. Pero tal vez lo que he aprendido te inspire para que cocines tu tiempo, inquietud, miedo, circunstancias con tu propia receta. Por si todo esto de quedarse en casa ya no es divertido. Por si se hace largo. Por si se te hace largo.

Gracias a los que salís de casa para que los demás podamos quedarnos.

¿De un triste #bonito?

triste bonito

Alguien me dijo que el invierno era de un triste #bonito.
Me dio por pensar en para qué servirá la tristeza: está esa que desgarra, y otra, tenue, que atonta las ganas de emoción y nos lleva a un mundo de tardes de domingo y aguas mansas.

A mí las tristezas  me sacan a paseos que ordenan el caos;  puestos a estar tontones, mejor que sea en invierno, con la hoja caída y el tronco pelado, a tono con el ánimo lento.

Y la tristeza será triste, pero no siempre es fea ni inútil: que se lo pregunten a los árboles que mudan o a aquellos que, con todas sus heridas, fabricaron el mejor bálsamo.