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Mujeres que caminan

“Los lugares nuevos te ofrecen nuevos pensamientos, nuevas posibilidades. Explorar el mundo es una de las mejores maneras de explorar la mente, y el caminar viaja a la vez por ambos terrenos”. Lo dice Rebecca Solnit, en su “Wanderlust, una historia del caminar”.

Cuando caminamos los lugares (conocidos o nuevos) nos apropiamos de ellos, los hacemos nuestros. Por eso caminar engancha: sientes en el cuerpo el paisaje, lo haces tuyo, y te sana. “Caminar es un remedio contra la ansiedad o la melancolía (…) La suerte del caminante, dentro de su angustia, es la oportunidad que se le ofrece de un cuerpo a cuerpo con su existencia, de conservar un contacto físico con las cosas”, dice Le Bretón en su “Elogio del caminar”.

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Caminar es un verbo que nunca he dado por sentado: mi padre padeció polio y, aunque ha sobrevolado el mundo con paso firme, lo ha hecho con muletas y en silla de ruedas. Mi madre, por su enfermedad, no podía dar muchos pasos. Por esa certeza, cuando llegué a la plaza del Obradoiro les brindé los kilómetros en los que recogí las historias de tantos que me contaron su porqué: el misterio de los que cometen la locura de echarse la mochila a la espalda durante ochocientos kilómetros… ¡por propia voluntad!

 

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Cuando comento que mi siguiente proyecto literario se centra en historias de mujeres que caminan, inmediatamente surge el tema del viaje y los amigos me llenan de referencias literarias de pioneras y exploradoras, mujeres que han hecho cima o abierto lejanos caminos.  Sin duda la exploración, el viaje  y el reto son motivos detrás de tantos pasos que resuenan atractivos y aventureros. Pero también se camina por trabajo, por huida, por supervivencia o como forma de contemplación o redención: se caminan los claustros, caminan las pastoras trashumantes, las mujeres que “hacen la calle”, las que desfilan. Caminan mujeres hasta el pozo de agua, la peregrina tras una promesa, la mujer que huye de una guerra. Caminan las mujeres estresadas que buscan calma, amigas en grupos de paseo o marcha nórdica. La que vaga por la ciudad por el propio placer de hacerlo, la que a diario acude a su huerto. Las que caminan como forma de protesta. Caminan las mujeres que no pueden caminar pero vuelan y se apropian de lugares que les pertenecen por derecho.

Por sus historias, yo caminaré palabras.

El club de aprendices para toda la vida

María Belmonte, en “Los senderos del mar, un viaje a pie” cuenta que la Academia de Azkoitia, nacida en el siglo XIX en la localidad con el mismo nombre, reunía a personas con inquietudes intelectuales. Los lunes se hablaba de matemáticas; los martes, de física; los miércoles, de historia; los jueves, música; los viernes, geografía; los sábados cuestiones distendidas y los domingos conciertos. Una parte de mí hubiese querido ser un caballero de esa época para asistir a veladas diarias y aprender todos los días muchas cosas. Pero inevitablemente mi empatía viaja a las mujeres que no eran dignas de dichos clubs, y a mis bisabuelos, cuyo aprendizaje tenía más que ver con la supervivencia o los ciclos de las cosechas, dos asignaturas que desconozco.

María realiza en ese libro una travesía a pie por la costa vasca, paisaje de su infancia. Y en su forma de caminar y contar lo que camina, paseamos por igual geología y sensaciones, historia e historias, geografía y recuerdos, literatura y mitos, biología y la magia del paisaje, la lógica de los árboles o el azul del cantábrico; su experiencia física al caminar durante horas y su pasión por el viaje. Leerla es como asistir a una Academia Azkoitia apta para todos los gustos y públicos.

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No entiendo esta vida sino como una bitácora, un cuaderno de pasos en el que se aprende de cada huella. Sé que a muchos de vosotros os sucede lo mismo, porque a tantos nos dieron un carnet invisible de pertenencia a ese club, el de aprendices para toda la vida.

En este lobby de gente inquieta hay barra libre de temas, y cada cual bebe según necesidad o apetencia: de lo que es útil para el oficio o para conseguir un oficio, de herramientas de vida en cada etapa, del tema que a uno le da placer sin más, del que le ayuda a entender las mareas del pensamiento o los misterios del mundo, del que le hace sentir ese mundo a golpe de viaje.

Aprender es también empujarse a saber de caricias y anhelos, atrapar paisajes nuevos o escuchar de forma nueva los viejos. Observar lo que pasa en nuestro trozo de calle. Leer entre líneas, esculpir el silencio, descifrar la sencillez de los afectos y el lenguaje de la música. Y apreciar los saberes de los que no asistieron a Academias Azkoitias, pero enseñaron y aprendieron.

Amar sin estar enamorado

En vietnamita existen diferentes palabras para formas distintas de amar. Thich, amar con gusto. Thong, amar sin estar enamorado. Yêu, amar amorosamente. , amar con embriaguez. Mu quang, amar ciegamente. Thinh nghia, amar por gratitud. Las apunté rápido con tinta certera cuando leía Ru, de la vietnamita Kim Thuy, en un viaje literario por autoras asiáticas del que aprendí otros lenguajes, otras lógicas, otras formas de narrar.

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En español sinónimo de amar es querer, que parece relegado a un papel secundario, como si fuese un sucedáneo descafeinado del deseo. Pero resulta que me gustan los actores secundarios y las tramas subyacentes, y prefiero querer más que amar: atesora un segundo significado, el de la voluntad. Tal vez «querer hacer o ser algo» sea también amar algo. El castellano entonces guarda la sorpresa de este verbo que es mitad afecto mitad decisión de profesarlo. Y aunque el diccionario me recuerda que sinónimo de amar es también desear, hoy convierto a querer en protagonista: quiero explorar con vosotros todos esos verbos vietnamitas de amor, a ver qué resulta.

El verbo amar con gusto, el de los que se saben disfrutones porque, si no gusta, ¿para qué amar? El de amar amorosamente, que conjuga mi gata en el sofá. El de amar con embriaguez, del  que ya me aburrí, pero… si es el vuestro, tranquilos, porque ¡historias hay mil! El de amar sin estar enamorado, que es el del noventa y mil por ciento del universo infinito de las cosas y personas que amo. El de amar ciegamente, que escondo debajo de una piedra, lo cambio por otro que defina amar con lucidez. El de amar con gratitud a esas personas que ya no están en tu vida, pero estuvieron y te dieron.

Nos inventaremos otra palabra para amar con libertad: cuando dejas marchar o decides ser y dejar ser. O amar con calma, que dibuja con trazos delicados el baile de los afectos: se posan donde ellos quieren por efecto de la gravedad. El de amar porque no queda más remedio: lo conjuga la buena gente que se rinde a su buen carácter y prefiere no odiar. El de amar con sensatez lo que equivocas. El de amar por amar, sin objeto ni objetivos. El de amar toda la vida, que en pasado y presente predice el futuro perfecto de personas, causas y lugares que te  ayudarán a conjugar todo lo demás.

Queríamos ser árboles

IMG_2747“Queríamos ser árboles: así de calladas, así de quietas. Ser ramas para que el viento fuera lo único que nos sacudiera y no tener que preocuparnos nada más que por la intensidad de las lluvias”.  El fragmento es de Sara Jaramillo Klinkert en la novela Cómo maté a mi padre, crónica de supervivencia familiar al asesinato de su padre a cargo de unos sicarios en Colombia. A lo largo de las páginas el duelo se desnuda diferente en cada uno de los que quedaron. Sara lo cuenta bello, lo escribe sincero y el libro vuela poético. “Pero cuando soplaba el sopor tibio del final de la mañana, abríamos otra vez los ojos y nos dábamos cuenta de que nada había cambiado, de que seguíamos siendo las mismas dos mujeres intentando ser fuertes”, dice.

Queríamos ser árboles.

Conocí una chica que, cuando entraba en pánico, paraba el tiempo y se ponía de cuclillas, de repente.  Manos en los oídos, ojos cerrados, sentidos desactivados. Se hacía avestruz. Inmutable a lo que hiciéramos o dijéramos para sacarla de su concha improvisada. Había desarrollado con los años ese método infalible para que el mundo la dejase en paz. La joven tenía síndrome Down, trabajábamos en un centro ocupacional y vi muchos otros mecanismos de defensa ante lo que nos resulta insoportable. En las noches de confinamiento me acordaba de esa chica avestruz y las dos mujeres árboles, y yo también me volví  avestruz y árbol a ratos, porque lo terrible hay que beberlo a sorbos pequeños. Replegaba las ramas temprano; apagada la realidad y encogida en la cama, buscaba consuelo y libertad al calor de un libro.

Queríamos ser árboles.

“A veces, también hay lugar para las cosas hermosas. Y para las personas, como mi madre, capaces de crear bosques a sabiendas de que ni siquiera le alcanzará la vida para disfrutarlos” dice la autora de su madre, cuando ésta decide  vivir en el campo y fabricarse el bosque. Salvarse.

Queríamos ser árboles.

En los naufragios, cada uno nos salvamos a nuestra manera. Cada cual busca anclas en el sitio más insospechado. Encontramos norte debajo de las piedras. En los afectos, la belleza,  un río, un recuerdo, una ilusión, una sensación, una oración. En un beso. En amasar pan y tiempo. En el baile. En las palabras. En las historias. Mejor tener trucos varios y sacar de la chistera el que mejor convenga.

Elegir la alegría

En París vivía una niña iraní que surfeaba por las noches pesadillas de desarraigo. Acudía a la cama de sus padres para acogerse a sagrado, pero su padre la devolvía a su habitación de hija única, donde regresaba a la tierra del miedo. Hasta que llegó a la casa Shirin, también refugiada, también hija de refugiados, con la que compartió temporalmente habitación y cama. Shirin flacucha, fea, pálida y bigotuda, eterna payasa que hacía muecas, baile, teatro, pantomima y juegos, le devolvió con su cuerpo el calor, y con su risa inagotable la alegría. Shirin la maga fue albergue temporal de felicidad, pero se fue con sus padres y su magia a un hogar propio donde hacer muecas, baile, teatro y pantomima. La escena tiene lugar en la novela Marx y la muñeca, de Maryam Madjidi niñas, y Shirin es un breve capítulo, una mariposa leve en una novela en la que la adulta Madjidi canta a partes iguales la gravedad y gracia de su propia historia.

Las miradas me devuelven tristeza cuando cuento que pasé unos meses en India en un orfanato. Pero lo cierto es que fue un lugar donde aprendí alegría: las muecas, baile, teatro, pantomima, juegos, arrumacos, canciones, abrazos, más canciones, arrumacos, juegos, pantomima, teatro, baile y muecas. Lo innombrable y el pasado, en esos niños de todas las edades, quedaba enterrado en un pacto de silencio. En esa misma caja de Pandora guardé mi pasado y mis pocas penas. ¿Quieres ser mi mamá? me preguntó en gujarati una niña de cinco años, como el que sugiere jugar a la pelota. Fuimos mamá e hija de mentira hasta que a los días se cansó y se fue a buscar a otra. Nos hacía piruetas y después pasaba la gorra, donde echábamos piedras y aplausos. Semanas después sus padres de verdad la recogieron, a esa niña perdida pregonada en los periódicos y encontrada en un orfanato. Marchó con ellos llorando y no quise preguntar por qué.  No pude.

Quién no se ha sentido huérfano en algún momento de su vida: de salud, afectos, sustento, libertad, expectativas. Shirin y la niña perdida elegían la alegría como un lugar al que volver: traviesas y chispeantes, acudían a la risa como a la cama calentita en invierno o a un libro en noches de pandemia. Como al hogar salvavidas en un océano de desarraigo.

 Fotografías de Jesús Tejel