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Lenguas

Aprender una lengua nueva es dejar que la lengua encuentre en el paladar músculos que traen sonidos distintos nacidos de recovecos insospechados. Ante los nuevos fonemas volvemos a la infancia y el oído se estresa y se entrena para reconocer lo amenazante como familiar. Incluso las manos se mueven extranjeras. El gesto imita el de aquellos a los que miramos con extrañeza y admiración, oh, esos nativos poderosos que poseen un conocimiento lejano e inalcanzable: ¡la quimera del bilingüismo!

Lo que nadie te cuenta es que aprender una lengua te deslengua: como no sabes muy bien lo que dices, te da un poco igual lo que decir, y en el saco de  la torpeza el aprendiz mete el error al lado de la libertad de equivocarse, bordeando sin complejos las fronteras de lo correcto. Nunca me he permitido tantas incorrecciones como cuando he pasado temporadas en otro país: te perdonan el error –o lo consienten con paternalismo –  y desde esa falta de expectativas te ejercitas en los días y los verbos con la certeza del regalo de la oportunidad de reinventarte. Por ello no he sido (cuando he vivido en inglés) la misma persona que en castellano, en la segunda lengua me muevo más revolucionaria y atrevida. Incluso he amado distinto.

El inglés ha sido el idioma de los viajes, de las vidas distintas, personajes pintorescos e historias ajenas a mi vida habitual, a la que he vuelto luego con la extrañeza del que encuentra más familiar lo extranjero.

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La escritora Jhumpa Lahiri, en la cúspide de su carrera, decide abandonar su mundo conocido e  ir a Italia (arrastrando a su familia) para aprender italiano. Se exilia de su lengua y escribe su primer libro en el nuevo idioma: con cautela, a trompicones, con desvelos. Y se descubre como una escritora distinta; en su libro En otras palabras habla de esa constante necesidad de buscar un camino alejado:

“Provengo de ese vacío, de esa incertidumbre. Creo que el vacío es mi origen y también mi destino. De ese vacío, de toda esa incertidumbre, viene el impulso creativo, el impulso de llenar el marco”.

La lengua en la nueva lengua se mueve en el paladar entre sonidos distintos, pero también nuestra identidad: cuando nos quitan la palabra y por gusto la vestimos con un traje nuevo, caemos en un vacío apasionante de posibilidades, si nos atrevemos a pronunciar con una recién bautizada torpeza los sinónimos de comienzo.

Serenidad contagiosa

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El miedo es contagioso, aunque la serenidad también: retroviral para el miedo y pócima de fabricación propia que nos inmuniza ante decisiones precipitadas, sosiega preocupaciones y alivia la impotencia.
Vivimos días en los que unos se arriesgan saliendo a una guerra invisible y otros resisten simplemente estando, en una forma de vida vestida de cuatro paredes. Este desafío temporal nos sorprende vulnerables, y desde la atalaya del hogar se divisan inquietantes calles vacías y hospitales llenos. Unos se dan y lo dan todo, y otros se sienten confinados en la no acción.
Incluso la rama más alejada forma parte del árbol, y el árbol del bosque, y el bosque de un infinito, por el que se multiplica al cuadrado el temor, pero también la templanza y el saber hacer, dejar hacer y estar sin hacer porque mucho habrá que hacer luego. Es un verbo que nos acompañará mucho tiempo.
Seas la rama del árbol más alejada, o el tronco que sostiene, todo puede darse la vuelta mañana, y el que es rama le toque ser tronco y el que es tronco se vuelva rama, aparentemente prescindible. Seas rama o tronco, que corra la savia de la serenidad: en la acción o en la no acción, en la fragilidad o la fortaleza, en el hacer o en el no hacer, en el ayudar o el pedir ayuda. Hagámosla contagiosa.

Por si ya no es divertido

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Confinarse no tiene gracia, aunque se la saquemos y agraciados seamos de saber a lo que atenernos –con más o menos acierto- en caso de epidemia: eso que aventajamos a otras épocas y a otros países con menos recursos que nosotros.
Miro con cariño la imaginación contagiosa en las redes, pero mi instinto acude a aquellos que no llevan tan bien eso de estar en casa, a los que no cantan bingo con los vecinos o hacen gimnasia en el balcón. Mientras otros arriesgan para que nos  encarcelemos por salud, los psicólogos recetan y los expertos avisan: tal vez sea largo y se haga largo. Tal vez llegue un momento en que ya no sea divertido.
No soy psicóloga ni experta, pero llevo confinada varios meses en casa, por una operación que es nada, pero que me trajo movilidad reducida; cuando comenzaba a respirar cielo y pasos, el COVID-19 me devuelve a lo aprendido estos meses atrás, acerca de tejerle un sentido a horas que a veces se tintan de condena. Por si eres esa persona a la que deja de resultarle exótico o divertido confinarse, va para ti mi aprendizaje. Mi guía de supervivencia en estos meses en casa:

Mimo en la higiene personal y de la casa: es el paisaje de cada día, mejor que sea bello.
Quedarse en casa no significa vivir en pijama: personalmente, llevo ropa deportiva lo más mona posible, rimmel, colorete y brillo de labios.
Un horario sensato que se ajuste a tus biorritmos  (y que se parezca a “una vida normal”). En mi caso, madrugo porque me gusta y, por este orden: desayuno como si no hubiese un mañana, me ducho y maquillo como si saliera a la calle, medito como si fuese Buda. Dado que los tratamientos de rehabilitación se han cancelado, hago mi auto-fisioterapia durante hora y media, escribo, limpio algo y cocino, me conecto a redes, noticias y familia, como, hago el vago, retomo mi auto-fisioterapia durante otra hora y media (con algún que otro ejercicio de yoga), hago llamadas a familia y amigos (con los que río, río mucho). Ceno cual monje del Tibet, reviso las noticias en cuentas oficiales de twitter y me despido del mundo y del apocalipsis temprano, con un libro y en la cama.
Leer. A Mandela, en la cárcel, le salvó el poema Invictus. Cuidar de los libros y las historias es inteligente, pues ellos nos cuidan en tiempos de crisis. Especialmente si la situación te sorprende rodeado de personas que te ponen las cosas difíciles, o en soledad… la lectura sana la vida y te permite viajar y conectarte con otros mundos, posibles e imposibles.
Pantallas, pero con moderación. Conectarse a redes sociales, series, el móvil… son una salvación, pero en su dosis.
Un momento para cada cosa. Muchos de nosotros sufrimos el mal de la multitarea; si es tu caso, es el momento de centrar la mente.
Dormir y comer lo mejor posible: tres meses después, conservo la silueta y la serenidad. He invertido en mi sistema nervioso e inmune, qué buena decisión. Tal vez lo necesite para cuidar a otros o cuidarme.
Saltarse todo lo anterior. La anarquía, de vez en cuando, favorece el equilibrio.
Relativizar. Permitirse desfallecer. Sin duda, en algún momento te ahogarás. Un mal día lo tenemos todos. Yo lo gestiono como una mujer madura de cuarenta y ocho años: echándome a llorar como una de cinco y hablando con alguien que quiero.
La serenidad, una opción. El humor, obligación. Yo la pierdo -la serenidad- todos los días, pero se me da bien encontrarla (en un cajón dentro de mí donde vive lo que me sostiene). Para el humor, el paraíso es ese lugar donde habitan las conversaciones con mis amigos.

Yo misma desconfío de decálogos mágicos o soluciones fáciles. Pero tal vez lo que he aprendido te inspire para que cocines tu tiempo, inquietud, miedo, circunstancias con tu propia receta. Por si todo esto de quedarse en casa ya no es divertido. Por si se hace largo. Por si se te hace largo.

Gracias a los que salís de casa para que los demás podamos quedarnos.

#ligereza

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(Def). Ligereza: eso que tienen lo que aprenden a sacudirse los demonios en el felpudo, antes de entrar en casa.

Dícese del baile de los sabios, que solo se aprende si estás dispuesto a soltar todo lo que no es tuyo, aquello que crees tuyo, y todo lo que es verdaderamente tuyo.
La cualidad de la sonrisa de los que son ellos mismos pese a todo.

Sensación de alivio cuando decides que esa batalla no es la tuya, o cuando te dices que no pasa nada por no tenerlo todo claro.

Efecto secundario de caminar a tu aire, una vez has abrazado la soledad.

(Del diccionario de Reyes para la buena felicidad)

#esencialidad

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(Def.) Esencialidad: eso que aprenden los que meditan, los que lo han perdido todo, los que miran la naturaleza con alma de ojos abiertos, los que están cerca de cualquier final y algunos otros afortunados que lo saben desde siempre, a los cuales admiro.

Si no la entiendes, observa a los chopos blancos en invierno, a los viejos con luz en la mirada,  habitaciones vacías con encanto y a la persona amada desnuda y rendida. Sobre todo si la persona amada eres tú mismo.

 

(Del diccionario de Reyes para la buena felicidad)