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Recolectora de amaneceres (y atardeceres)

Me levantaba la primera, cuando el resto de peregrinos dormían, susurrando canciones de amor al nuevo día. Quería sorprender al amanecer con el ruido de mis pasos sobre la tierra recién levantada; música infinita, el suelo dando la bienvenida a mis pies.

Para mantener la llama de mi romance con los amaneceres, dormía en albergues a ciertos kilómetros de distancia de las poblaciones señaladas como final o comienzo de etapa, lejos del ruido. Así, al despertar, me aseguraba unos pocos kilómetros menos habitados, en los que sólo yo visitaba el día, nadie más que yo  existía en el Camino.

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El sol nacía para mí, y yo le recitaba un salmo de posibilidades, pasos que huelen a tierra mojada, inocencia, fuerza y voluntad. Escribía:

No quiero ser nada especial cuando sea mayor, ni un gran sueldo si me quita el sueño, ni a nadie que me robe la salud. Sólo quiero ser lo que ya soy.

Quiero recordar, cada día, al alba, que si hay prisas, son herencia de un mundo que no me pertenece.

Quiero abandonarme a la vida, a la que poco le importan los mapas o los planes. Que mi hogar sean personas que quieran dar y recibir amor, del bueno.

Quiero caminar ligera de equipaje, para no perder tiempo en gestionar cosas que no me importan. Que me ocupe el tiempo contar, de las grandezas y miserias de la vida, las primeras.

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Quiero levantarme cada mañana y guardar en amanecer en el corazón, donde está el infinito que atesora las veces que, pese a todo, nace el día, las ilusiones, los intentos y esperanzas. Deseo llevar todo eso en la mochila y, cuando cante mi último verso,  poder decir que, en esta vida, he sido recolectora de amaneceres”.

(Un extracto del capítulo “Amanece. Las luces del alba saludan al peregrino”).

El Camino de Santiago, un viaje entre el cielo en la tierra. Jesús Tejel (fotografías) y Reyes Lambea (textos). Booktrailer

Lenguas

Aprender una lengua nueva es dejar que la lengua encuentre en el paladar músculos que traen sonidos distintos nacidos de recovecos insospechados. Ante los nuevos fonemas volvemos a la infancia y el oído se estresa y se entrena para reconocer lo amenazante como familiar. Incluso las manos se mueven extranjeras. El gesto imita el de aquellos a los que miramos con extrañeza y admiración, oh, esos nativos poderosos que poseen un conocimiento lejano e inalcanzable: ¡la quimera del bilingüismo!

Lo que nadie te cuenta es que aprender una lengua te deslengua: como no sabes muy bien lo que dices, te da un poco igual lo que decir, y en el saco de  la torpeza el aprendiz mete el error al lado de la libertad de equivocarse, bordeando sin complejos las fronteras de lo correcto. Nunca me he permitido tantas incorrecciones como cuando he pasado temporadas en otro país: te perdonan el error –o lo consienten con paternalismo –  y desde esa falta de expectativas te ejercitas en los días y los verbos con la certeza del regalo de la oportunidad de reinventarte. Por ello no he sido (cuando he vivido en inglés) la misma persona que en castellano, en la segunda lengua me muevo más revolucionaria y atrevida. Incluso he amado distinto.

El inglés ha sido el idioma de los viajes, de las vidas distintas, personajes pintorescos e historias ajenas a mi vida habitual, a la que he vuelto luego con la extrañeza del que encuentra más familiar lo extranjero.

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La escritora Jhumpa Lahiri, en la cúspide de su carrera, decide abandonar su mundo conocido e  ir a Italia (arrastrando a su familia) para aprender italiano. Se exilia de su lengua y escribe su primer libro en el nuevo idioma: con cautela, a trompicones, con desvelos. Y se descubre como una escritora distinta; en su libro En otras palabras habla de esa constante necesidad de buscar un camino alejado:

“Provengo de ese vacío, de esa incertidumbre. Creo que el vacío es mi origen y también mi destino. De ese vacío, de toda esa incertidumbre, viene el impulso creativo, el impulso de llenar el marco”.

La lengua en la nueva lengua se mueve en el paladar entre sonidos distintos, pero también nuestra identidad: cuando nos quitan la palabra y por gusto la vestimos con un traje nuevo, caemos en un vacío apasionante de posibilidades, si nos atrevemos a pronunciar con una recién bautizada torpeza los sinónimos de comienzo.

Historias que son faro

“No se puede pensar el faro sin el mar. Porque son uno, pero a la vez lo contrario. El mar se expande hacia el horizonte, el faro apunta en dirección al cielo. El mar es movimiento perpetuo; el faro es un vigía congelado. El mar es voluble, el faro es un señor estoico. El mar atrae desde la lejanía (…) el faro llama con su luz desde la bruma”.

Jazmina Barrera, en su Cuaderno de faros, peregrina a través de sus vivencias sobre algunos de los faros que le atrajeron.  faro 2Cuenta Jazmina que ese libro nació de un impulso coleccionista, en este caso, de viajes a faros.

¿Coleccionamos todos algo?

Porque dice mucho de nosotros lo que acumulamos en cada momento, o dónde depositamos este afán de atesorar objetos, experiencias, paisajes. En mi caso, no soy una coleccionista obsesiva, más bien camino ligera por la vida y las cosas: he afanado con sensatez  intereses distintos, que cambian con la edad, y mis pocas posesiones han sufrido expurgos implacables producto de muchas mudanzas. Salvo por algo que este libro me desveló: colecciono historias. Mi memoria, ajena a mí, atrapa y atesora con instinto cazador lo que me cuentan personas, libros, paisajes, situaciones; mis tesoros se almacenan en neuronas invisibles.

Historias que son faro

Viajar con Jazmina por tantos faros despertó otra pregunta, la de saber qué ejercía de faro entre brumas y mareas inciertas: personas, afectos y creencias, sin duda. Pero faro inesperado han sido las historias: en ellas, todo viaje tiene un sentido, un argumento, una lógica y un puerto al que llegar. Por contra, la vida no siempre procede narrativamente: en los días de carne y hueso, lo que pensamos comedia se torna drama, un personaje muere cuando no toca, y los secundarios obtienen, a veces sin esfuerzo, la atención.

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Las historias y los libros son faro porque con ellos viajamos en las noches oscuras: amamos pasiones sin lesiones, aprendemos lecciones sin baches y vivimos odiseas sin tanto esfuerzo.

Colecciono historias porque, al escuchar y leer los relatos de otros,  se carga la batería de una luz poderosa.

Cuando las escribo, sé que al menos, en ellas, no existe la noche y, si llega, puedo conducir las naves a palabras que lleguen a buen puerto.

 

El club de aprendices para toda la vida

María Belmonte, en “Los senderos del mar, un viaje a pie” cuenta que la Academia de Azkoitia, nacida en el siglo XIX en la localidad con el mismo nombre, reunía a personas con inquietudes intelectuales. Los lunes se hablaba de matemáticas; los martes, de física; los miércoles, de historia; los jueves, música; los viernes, geografía; los sábados cuestiones distendidas y los domingos conciertos. Una parte de mí hubiese querido ser un caballero de esa época para asistir a veladas diarias y aprender todos los días muchas cosas. Pero inevitablemente mi empatía viaja a las mujeres que no eran dignas de dichos clubs, y a mis bisabuelos, cuyo aprendizaje tenía más que ver con la supervivencia o los ciclos de las cosechas, dos asignaturas que desconozco.

María realiza en ese libro una travesía a pie por la costa vasca, paisaje de su infancia. Y en su forma de caminar y contar lo que camina, paseamos por igual geología y sensaciones, historia e historias, geografía y recuerdos, literatura y mitos, biología y la magia del paisaje, la lógica de los árboles o el azul del cantábrico; su experiencia física al caminar durante horas y su pasión por el viaje. Leerla es como asistir a una Academia Azkoitia apta para todos los gustos y públicos.

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No entiendo esta vida sino como una bitácora, un cuaderno de pasos en el que se aprende de cada huella. Sé que a muchos de vosotros os sucede lo mismo, porque a tantos nos dieron un carnet invisible de pertenencia a ese club, el de aprendices para toda la vida.

En este lobby de gente inquieta hay barra libre de temas, y cada cual bebe según necesidad o apetencia: de lo que es útil para el oficio o para conseguir un oficio, de herramientas de vida en cada etapa, del tema que a uno le da placer sin más, del que le ayuda a entender las mareas del pensamiento o los misterios del mundo, del que le hace sentir ese mundo a golpe de viaje.

Aprender es también empujarse a saber de caricias y anhelos, atrapar paisajes nuevos o escuchar de forma nueva los viejos. Observar lo que pasa en nuestro trozo de calle. Leer entre líneas, esculpir el silencio, descifrar la sencillez de los afectos y el lenguaje de la música. Y apreciar los saberes de los que no asistieron a Academias Azkoitias, pero enseñaron y aprendieron.

Elegir la alegría

En París vivía una niña iraní que surfeaba por las noches pesadillas de desarraigo. Acudía a la cama de sus padres para acogerse a sagrado, pero su padre la devolvía a su habitación de hija única, donde regresaba a la tierra del miedo. Hasta que llegó a la casa Shirin, también refugiada, también hija de refugiados, con la que compartió temporalmente habitación y cama. Shirin flacucha, fea, pálida y bigotuda, eterna payasa que hacía muecas, baile, teatro, pantomima y juegos, le devolvió con su cuerpo el calor, y con su risa inagotable la alegría. Shirin la maga fue albergue temporal de felicidad, pero se fue con sus padres y su magia a un hogar propio donde hacer muecas, baile, teatro y pantomima. La escena tiene lugar en la novela Marx y la muñeca, de Maryam Madjidi niñas, y Shirin es un breve capítulo, una mariposa leve en una novela en la que la adulta Madjidi canta a partes iguales la gravedad y gracia de su propia historia.

Las miradas me devuelven tristeza cuando cuento que pasé unos meses en India en un orfanato. Pero lo cierto es que fue un lugar donde aprendí alegría: las muecas, baile, teatro, pantomima, juegos, arrumacos, canciones, abrazos, más canciones, arrumacos, juegos, pantomima, teatro, baile y muecas. Lo innombrable y el pasado, en esos niños de todas las edades, quedaba enterrado en un pacto de silencio. En esa misma caja de Pandora guardé mi pasado y mis pocas penas. ¿Quieres ser mi mamá? me preguntó en gujarati una niña de cinco años, como el que sugiere jugar a la pelota. Fuimos mamá e hija de mentira hasta que a los días se cansó y se fue a buscar a otra. Nos hacía piruetas y después pasaba la gorra, donde echábamos piedras y aplausos. Semanas después sus padres de verdad la recogieron, a esa niña perdida pregonada en los periódicos y encontrada en un orfanato. Marchó con ellos llorando y no quise preguntar por qué.  No pude.

Quién no se ha sentido huérfano en algún momento de su vida: de salud, afectos, sustento, libertad, expectativas. Shirin y la niña perdida elegían la alegría como un lugar al que volver: traviesas y chispeantes, acudían a la risa como a la cama calentita en invierno o a un libro en noches de pandemia. Como al hogar salvavidas en un océano de desarraigo.

 Fotografías de Jesús Tejel