Confinarse no tiene gracia, aunque se la saquemos y agraciados seamos de saber a lo que atenernos –con más o menos acierto- en caso de epidemia: eso que aventajamos a otras épocas y a otros países con menos recursos que nosotros.
Miro con cariño la imaginación contagiosa en las redes, pero mi instinto acude a aquellos que no llevan tan bien eso de estar en casa, a los que no cantan bingo con los vecinos o hacen gimnasia en el balcón. Mientras otros arriesgan para que nos encarcelemos por salud, los psicólogos recetan y los expertos avisan: tal vez sea largo y se haga largo. Tal vez llegue un momento en que ya no sea divertido.
No soy psicóloga ni experta, pero llevo confinada varios meses en casa, por una operación que es nada, pero que me trajo movilidad reducida; cuando comenzaba a respirar cielo y pasos, el COVID-19 me devuelve a lo aprendido estos meses atrás, acerca de tejerle un sentido a horas que a veces se tintan de condena. Por si eres esa persona a la que deja de resultarle exótico o divertido confinarse, va para ti mi aprendizaje. Mi guía de supervivencia en estos meses en casa:
• Mimo en la higiene personal y de la casa: es el paisaje de cada día, mejor que sea bello.
• Quedarse en casa no significa vivir en pijama: personalmente, llevo ropa deportiva lo más mona posible, rimmel, colorete y brillo de labios.
• Un horario sensato que se ajuste a tus biorritmos (y que se parezca a “una vida normal”). En mi caso, madrugo porque me gusta y, por este orden: desayuno como si no hubiese un mañana, me ducho y maquillo como si saliera a la calle, medito como si fuese Buda. Dado que los tratamientos de rehabilitación se han cancelado, hago mi auto-fisioterapia durante hora y media, escribo, limpio algo y cocino, me conecto a redes, noticias y familia, como, hago el vago, retomo mi auto-fisioterapia durante otra hora y media (con algún que otro ejercicio de yoga), hago llamadas a familia y amigos (con los que río, río mucho). Ceno cual monje del Tibet, reviso las noticias en cuentas oficiales de twitter y me despido del mundo y del apocalipsis temprano, con un libro y en la cama.
• Leer. A Mandela, en la cárcel, le salvó el poema Invictus. Cuidar de los libros y las historias es inteligente, pues ellos nos cuidan en tiempos de crisis. Especialmente si la situación te sorprende rodeado de personas que te ponen las cosas difíciles, o en soledad… la lectura sana la vida y te permite viajar y conectarte con otros mundos, posibles e imposibles.
• Pantallas, pero con moderación. Conectarse a redes sociales, series, el móvil… son una salvación, pero en su dosis.
• Un momento para cada cosa. Muchos de nosotros sufrimos el mal de la multitarea; si es tu caso, es el momento de centrar la mente.
• Dormir y comer lo mejor posible: tres meses después, conservo la silueta y la serenidad. He invertido en mi sistema nervioso e inmune, qué buena decisión. Tal vez lo necesite para cuidar a otros o cuidarme.
• Saltarse todo lo anterior. La anarquía, de vez en cuando, favorece el equilibrio.
• Relativizar. Permitirse desfallecer. Sin duda, en algún momento te ahogarás. Un mal día lo tenemos todos. Yo lo gestiono como una mujer madura de cuarenta y ocho años: echándome a llorar como una de cinco y hablando con alguien que quiero.
• La serenidad, una opción. El humor, obligación. Yo la pierdo -la serenidad- todos los días, pero se me da bien encontrarla (en un cajón dentro de mí donde vive lo que me sostiene). Para el humor, el paraíso es ese lugar donde habitan las conversaciones con mis amigos.
Yo misma desconfío de decálogos mágicos o soluciones fáciles. Pero tal vez lo que he aprendido te inspire para que cocines tu tiempo, inquietud, miedo, circunstancias con tu propia receta. Por si todo esto de quedarse en casa ya no es divertido. Por si se hace largo. Por si se te hace largo.
Gracias a los que salís de casa para que los demás podamos quedarnos.