Recolectora de amaneceres (y atardeceres)

Me levantaba la primera, cuando el resto de peregrinos dormían, susurrando canciones de amor al nuevo día. Quería sorprender al amanecer con el ruido de mis pasos sobre la tierra recién levantada; música infinita, el suelo dando la bienvenida a mis pies.

Para mantener la llama de mi romance con los amaneceres, dormía en albergues a ciertos kilómetros de distancia de las poblaciones señaladas como final o comienzo de etapa, lejos del ruido. Así, al despertar, me aseguraba unos pocos kilómetros menos habitados, en los que sólo yo visitaba el día, nadie más que yo  existía en el Camino.

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El sol nacía para mí, y yo le recitaba un salmo de posibilidades, pasos que huelen a tierra mojada, inocencia, fuerza y voluntad. Escribía:

No quiero ser nada especial cuando sea mayor, ni un gran sueldo si me quita el sueño, ni a nadie que me robe la salud. Sólo quiero ser lo que ya soy.

Quiero recordar, cada día, al alba, que si hay prisas, son herencia de un mundo que no me pertenece.

Quiero abandonarme a la vida, a la que poco le importan los mapas o los planes. Que mi hogar sean personas que quieran dar y recibir amor, del bueno.

Quiero caminar ligera de equipaje, para no perder tiempo en gestionar cosas que no me importan. Que me ocupe el tiempo contar, de las grandezas y miserias de la vida, las primeras.

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Quiero levantarme cada mañana y guardar en amanecer en el corazón, donde está el infinito que atesora las veces que, pese a todo, nace el día, las ilusiones, los intentos y esperanzas. Deseo llevar todo eso en la mochila y, cuando cante mi último verso,  poder decir que, en esta vida, he sido recolectora de amaneceres”.

(Un extracto del capítulo “Amanece. Las luces del alba saludan al peregrino”).

El Camino de Santiago, un viaje entre el cielo en la tierra. Jesús Tejel (fotografías) y Reyes Lambea (textos). Booktrailer

Un camino hasta el confín de la tierra

En el libro «El Camino de Santiago, un viaje entre el cielo y la tierra» hemos querido abrazar las historias de tantas personas que lo han caminado a lo largo de la historia; los paisajes que se vislumbran desde el cielo, paso a paso, desde el amanecer hasta el atardecer. Las huellas de la historia y de la fe. Siglos de peregrinaje hacen de los caminos compostelanos una ruta mágica y a la plaza del Obradoiro un lugar mítico, donde tantas personas rinden su esfuerzo final, su logro, sus anhelos, ante el apóstol, con el sonido de fondo de gaitas, a su llegada.

Finisterre

Pero algunos peregrinos continúan este camino hasta el confín de la tierra: Finisterre. Fisterra, Finis Terrae, donde antaño se pensaba que yacía el fin del mundo conocido. Allí acababa la tierra. Ante él, lo desconocido, inexplorado, el abismo, un océano tenebroso.

Antes de llegar a Finisterre, los peregrinos se purificaban en la playa de Langostería. El Camino de Santiago, en su totalidad, es una vía de purificación y renacimiento; ambos conceptos se refuerzan en los senderos a Finisterre.

Cuando subes al faro de Finisterre reina en una roca una bota de hierro, símbolo de los pasos del peregrino. Y en ese gran atardecer final, al lado del faro, se escuchan los mitos, leyendas, rituales ancestrales.

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Allí, al lado del faro, cerca del kilómetro  cero de la ruta jacobea, existe un lugar especial para quemar simbólicamente alguna de las ropas o enseres usados en el Camino. Nuevamente, la purificación. Los peregrinos se agolpan, en esa hora mágica al final del día, para dejarse abrazar por el naranja del sol que se rinde al atardecer. Contemplan la puesta de sol de un mundo que comienza en su final. Y se hacen conscientes de que sus pasos finales en el Camino no son sino el comienzo de una nueva vida.

¡Utreia! ¡Et Suseia!

Del libro El Camino de Santiago, un viaje entre el cielo y la tierra (Jesús Tejel, fotografías / Reyes Lambea, textos)
Booktrailer

El Camino de Santiago, un viaje entre el cielo y la tierra

Cuando recorrí el Camino de Santiago no sospechaba que, años más tarde, tendría la oportunidad de devolverle a esta ruta mágica parte de lo que tanto me dio: un espacio para el camino interior, un retiro en movimiento, de horizonte en horizonte, que dibujase un territorio nuevo dentro de mí, que me abriese las puertas a un mundo nuevo -emocional, experiencial, vital- que tanto necesitaba.

Pero la vida es misteriosa, y en esas semanas, fuera del tiempo, en las que me convertí en hospitalera de historias, se forjaba sin saberlo la semilla de un libro que se ha tejido a cuatro manos (Jesús Tejel, las fotografías; yo, las palabras) y que ahora nace con la intención de recorrer esta ruta, para ti, desde el lugar que le corresponde: entre el cielo y la tierra.

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En este libro ambos, fotógrafo y escritora, te invitamos a mirar el Camino de Santiago, con nosotros, desde otra perspectiva. Cuando elevas la mirada y observas cualquier paisaje desde el cielo, nacen formas que desconocías, elementos que ignorabas, detalles que habían pasado inadvertidos, que modifican tu percepción de una geografía que creías conocer.

El viaje fotográfico que te ofrecemos es una experiencia visual, sensorial, del Camino Francés, desde la distancia; a caballo entre el cielo y la tierra, las imágenes transitan a lo largo de bloques temáticos desde una mirada panorámica a distintos aspectos de la ruta jacobea: su geografía y paisajes, su universalidad, las huellas de la fe y de su historia, las historias personales y señales que lo pueblan, los amaneceres y atardeceres que lo enmarcan.

El Camino se camina, pero, ¿Qué ocurre si lo observamos desde el aire? Porque la peregrinación a Santiago discurre, dentro de nosotros, justamente en ese lugar entre lo divino y lo humano: las fotografías de este viaje se sitúan, precisamente, en ese espacio mágico. Desde esa misma distancia han nacido los textos que acompañan y bailan con las imágenes. A veces, de la mano. Otras, discurren en vuelo libre en torno a los mismos temas, con la intención de aportar al lector una percepción complementaria: visual, intelectual, sensorial y espiritual en cada una de las miradas.

Cada capítulo contiene una peregrinación en sí misma, completa e independiente, desde Somport o Roncesvalles hasta Santiago o Finisterre, a lo largo de un tema; un viaje fotográfico y literario con el que puedes pasear un aspecto de esta ruta desde su alfa hasta su omega, desde su amanecer a su atardecer, en varias dimensiones.

Indice

Los que habéis peregrinado podréis reconoceros y, al mismo tiempo, descubriréis nuevos aspectos. Los que todavía no habéis sentido la necesidad de orientar vuestros pies hacia Santiago, esperamos que os invite a hacerlo. Para los que (por salud o circunstancias vitales), el corazón os llama a caminarlo pero la vida os lo impide… ojalá estas páginas compostelanas os lleven lo más cerca posible del Camino de las Estrellas.

¡Buen Camino!

 Más información: Booktrailer y  Tienda online 

La tribu de los libres

Escribía Kapuscinsky, en Ébano, sobre dos tribus africanas vecinas: «Los baganda son gentes muy pulcras en lo que a limpieza y ropa se refiere. Al contrario que sus compatriotas, los karamajoy, que desprecian las vestimentas al considerar que la única belleza está en un cuerpo humano desnudo, los baganda se visten cuidadosa y meticulosamente, tapando los brazos hasta las muñecas y las piernas hasta los tobillos».

No sé en qué tribu de las dos me hubiese costado integrarme más, porque ni soy meticulosa en la vestimenta ni nudista, o puedo ejercer de ambas llegado el caso. Me acordé de este fragmento escuchando a la actriz Emma Thompson sobre la dificultad de mirarse en el espejo, desnuda, para una mujer de mediana edad, en una tribu mediática que impone el canon de un cuerpo imposible: probablemente, le diría a Emma, sobre las alfombras rojas a las que acudes,  los baganda se espantarían de los vestidos que enseñan demasiado y, los karamajoy, los que tapan demasiado: unos y otros, deduzco, quedarían extrañados de una tribu que relaciona éxito y delgadez.

Cuando, en tiempos de la universidad, volvía al pueblo en vacaciones y mi abuela me decía que «estaba guapa»,  significaba que había engordado (para mi disgusto). Nada como una generación que sufrió el hambre de posguerra para apreciar la vida que rezuma una mujer algo «entradita en carnes», en la que ella veía fertilidad, fuerza y vida. «Mi nieta es como el tordo – decía – la cara delgada y el culo gordo». Para ella y las mujeres de su tribu, el pelo rizado había que domesticarlo y un moño estirado denotaba elegancia, el largo de la falda era largo y cosían puntillas de ganchillo a todo.

En su tribu, las sábanas se lavaban con azulete y plancharlas constituía un rito iniciático que solo unas pocas almas elegidas realizaban a su gusto. En la mía, en mi tribu vecina de aquellos años, el negro no era señal de luto, sino de modernidad, y las botas militares no se usaban para invadir, sino para saltar en discotecas al ritmo de Nirvana.

Pertenecíamos a tribus vecinas con cánones de belleza y vestimenta distintas, condenadas a entenderse, como los baganda y los karamajoy.

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Hoy me acuerdo de Emma Thomson y de esas dos tribus africanas, porque vuelvo de la piscina pública donde suelo ir a nadar,  y en el vestuario convivíamos mujeres desnudas de tribus variadas y distintas -en cuerpo y vestimenta- con total naturalidad.

Al verlas he pensado que me gusta vivir donde vivo: puedo ser meticulosa en el vestir como un baganda o viajar a lugares donde el nudismo es lo bello, al uso de los karamajoy.

Puedo llevar un moño estirado al gusto de mi abuela, o dejar que los rizos vuelen salvajes; ver cómo mi sobrina pone de moda esas botas negras, rebeldes, con las que bailé. Puedo ponerme en huelga de planchar las sábanas o sacar del baúl las de mi abuela, rígidas de azulete, con los bordes sembrados de puntillas.

Puedo mirarme en el espejo y decidir que soy de la tribu de los libres que eligen ser (en cuerpo, vestimenta, creencias, saberes y afectos) de todas las tribus.

Lenguas

Aprender una lengua nueva es dejar que la lengua encuentre en el paladar músculos que traen sonidos distintos nacidos de recovecos insospechados. Ante los nuevos fonemas volvemos a la infancia y el oído se estresa y se entrena para reconocer lo amenazante como familiar. Incluso las manos se mueven extranjeras. El gesto imita el de aquellos a los que miramos con extrañeza y admiración, oh, esos nativos poderosos que poseen un conocimiento lejano e inalcanzable: ¡la quimera del bilingüismo!

Lo que nadie te cuenta es que aprender una lengua te deslengua: como no sabes muy bien lo que dices, te da un poco igual lo que decir, y en el saco de  la torpeza el aprendiz mete el error al lado de la libertad de equivocarse, bordeando sin complejos las fronteras de lo correcto. Nunca me he permitido tantas incorrecciones como cuando he pasado temporadas en otro país: te perdonan el error –o lo consienten con paternalismo –  y desde esa falta de expectativas te ejercitas en los días y los verbos con la certeza del regalo de la oportunidad de reinventarte. Por ello no he sido (cuando he vivido en inglés) la misma persona que en castellano, en la segunda lengua me muevo más revolucionaria y atrevida. Incluso he amado distinto.

El inglés ha sido el idioma de los viajes, de las vidas distintas, personajes pintorescos e historias ajenas a mi vida habitual, a la que he vuelto luego con la extrañeza del que encuentra más familiar lo extranjero.

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La escritora Jhumpa Lahiri, en la cúspide de su carrera, decide abandonar su mundo conocido e  ir a Italia (arrastrando a su familia) para aprender italiano. Se exilia de su lengua y escribe su primer libro en el nuevo idioma: con cautela, a trompicones, con desvelos. Y se descubre como una escritora distinta; en su libro En otras palabras habla de esa constante necesidad de buscar un camino alejado:

“Provengo de ese vacío, de esa incertidumbre. Creo que el vacío es mi origen y también mi destino. De ese vacío, de toda esa incertidumbre, viene el impulso creativo, el impulso de llenar el marco”.

La lengua en la nueva lengua se mueve en el paladar entre sonidos distintos, pero también nuestra identidad: cuando nos quitan la palabra y por gusto la vestimos con un traje nuevo, caemos en un vacío apasionante de posibilidades, si nos atrevemos a pronunciar con una recién bautizada torpeza los sinónimos de comienzo.