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Desayunos de alquimia con café

“La literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas” nos recuerda Irene Vallejo con esas palabras de Ana María Matute.

Hay faros grandes, para cuando ejercemos de viajeros épicos atravesando tempestades, y luces, más pequeñitas, que domesticamos en esos días que parecen llenos de lunes de escuela y regañinas. Me gusta inventar pequeñas alegrías que acaricien las tristezas pegadas a la espalda del alma. Como decía Emily Dickinson, “la esperanza es esa cosa con plumas que cuelga del alma”. Ahí, en la misma espalda donde nos echamos el peso del mundo, se esconden las alas de Emily, allí habita la esperanza.

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Por eso todos los días, desde hace años, desayuno alquimia con el café –y canela, mucha canela-. Es al alba donde me siento a dar la bienvenida al día: al duelo, le lloro y después le abrazo como a un maestro; a la ilusión, le doy saltitos de alegría; a la frustración, le invento historias de vencedores; a la rabia, le bailo; a la confusión, le escribo con orden y concierto; en días de  paz, simplemente miro hacia atrás para reconocer las lucecitas que he ido encendiendo estos años en el blog, vislumbrar las huellas en mis cuadernos, en mis libros por escribir, en las palabras dichas a otros,  en abrazos que he podido dar, en adioses bellísimos, en viajes que me atreví a hacer, en decisiones que no dejé que otros tomaran por mí, en los besos que di y los que me guardé, en las personas que me atreví a conocer y las que supe olvidar sin rencor, en los pasos dados de los que me siento orgullosa y los traspiés que me enseñaron a caminar más recta.

Es al alba, con el café con leche, la canela y el silencio, cuando escribo: para salvarme de mis tormentas y alumbrar, poco o mucho, a otros viajeros: las historias nos ayudan a entender el mundo, a escapar de él, a adentrarnos en senderos insondables sintiéndonos seguros, a explorar la esperanza y enfrentar la desesperanza. Cuando la vida se desnuda de lógica, las historias nos visten con sentido: somos seres constructores de sentido, capaces de contarnos el día de una forma nueva: el duelo puede ser un páramo donde caminamos con nosotros mismos, entre la niebla; el cansancio una habitación donde sentarse a pensar; el miedo un monstruo al que, si lo miramos de frente, se hace algo más pequeño; el insomnio una diosa griega que me empuja a tejer palabras; la derrota solo un paso más en una travesía cuyo fin es insondable; la ira un invitado al que echar de casa cuanto antes; el amor, una llamada a la que siempre responder, aunque arrase nuestro mundo conocido.

Tengo un amigo que habla sobre cómo reescribir el guion de tu vida: el primer paso lo doy cuando miro el día de frente y en paz. Cuando escribo en el instante mágico en el que la única luz del mundo que veo encendida es la de mi corazón: cuando las alas están vivas y las plumas cuelgan, como decía Emily, del alma.

Por todas estas razones decidí hace años, en este blog, que pese a las tristezas que nos trae el mundo, la crispación que lo habita, por encima de batallas que no me importan – o para alimentar de esperanza las que sí me atañen- todos los días, al alba, desayunaría alquimia con café: que cada una de las cosas feas que me ocurrieran las transformaría, con el poder de las palabras, en faros que alumbren tormentas o en pequeñas lucecitas que apacigüen los días.

«Hope is the thing with feathers that perches in the soul»

Emily Dickinson

A veces no pienso, tan solo siento

“A veces no pienso, tan solo siento; es mi manera de ser feliz (…) Ya no busco fuera lo que está dentro ni pido cuentas al porvenir” dice el rapero y poeta Sharif, hijo del cierzo y de la margen izquierda del Ebro.

Un abrazo, una sonrisa, una ola de cariño, una amiga que viste su terraza de luces para ti.

Un concierto en una noche de verano, una frase que habla para ti.

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Alguien que te confía, a la intemperie, su fe en ti.

Tu perro inmune al malhumor, tu gata que escala tu lomo para dormir.

El primer rayo, la última luz.

Los que ayudan en un incendio para que no se queme la esperanza. Los que cantan justicia porque sí.

El primer paseo del día, el último verso en la noche. El olor a limón. Una noche canalla a destiempo. El silencio compartido. La siesta. El bocadillo de excursión. El beso que no te esperas. El pelo recién lavado, la lavanda, el melocotón, un qué tal estás.

Un puñado de palabras sinceras que te curan.

Vivir descalza, amar descalza, escribir descalza.

Querer. Quererte. Querer quererte.

Un abrazo, una sonrisa, una ola de cariño, una amiga que viste su terraza de luces para ti.

Un concierto en una noche de verano, una frase que habla para ti.

 

La tribu de los libres

Escribía Kapuscinsky, en Ébano, sobre dos tribus africanas vecinas: «Los baganda son gentes muy pulcras en lo que a limpieza y ropa se refiere. Al contrario que sus compatriotas, los karamajoy, que desprecian las vestimentas al considerar que la única belleza está en un cuerpo humano desnudo, los baganda se visten cuidadosa y meticulosamente, tapando los brazos hasta las muñecas y las piernas hasta los tobillos».

No sé en qué tribu de las dos me hubiese costado integrarme más, porque ni soy meticulosa en la vestimenta ni nudista, o puedo ejercer de ambas llegado el caso. Me acordé de este fragmento escuchando a la actriz Emma Thompson sobre la dificultad de mirarse en el espejo, desnuda, para una mujer de mediana edad, en una tribu mediática que impone el canon de un cuerpo imposible: probablemente, le diría a Emma, sobre las alfombras rojas a las que acudes,  los baganda se espantarían de los vestidos que enseñan demasiado y, los karamajoy, los que tapan demasiado: unos y otros, deduzco, quedarían extrañados de una tribu que relaciona éxito y delgadez.

Cuando, en tiempos de la universidad, volvía al pueblo en vacaciones y mi abuela me decía que «estaba guapa»,  significaba que había engordado (para mi disgusto). Nada como una generación que sufrió el hambre de posguerra para apreciar la vida que rezuma una mujer algo «entradita en carnes», en la que ella veía fertilidad, fuerza y vida. «Mi nieta es como el tordo – decía – la cara delgada y el culo gordo». Para ella y las mujeres de su tribu, el pelo rizado había que domesticarlo y un moño estirado denotaba elegancia, el largo de la falda era largo y cosían puntillas de ganchillo a todo.

En su tribu, las sábanas se lavaban con azulete y plancharlas constituía un rito iniciático que solo unas pocas almas elegidas realizaban a su gusto. En la mía, en mi tribu vecina de aquellos años, el negro no era señal de luto, sino de modernidad, y las botas militares no se usaban para invadir, sino para saltar en discotecas al ritmo de Nirvana.

Pertenecíamos a tribus vecinas con cánones de belleza y vestimenta distintas, condenadas a entenderse, como los baganda y los karamajoy.

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Hoy me acuerdo de Emma Thomson y de esas dos tribus africanas, porque vuelvo de la piscina pública donde suelo ir a nadar,  y en el vestuario convivíamos mujeres desnudas de tribus variadas y distintas -en cuerpo y vestimenta- con total naturalidad.

Al verlas he pensado que me gusta vivir donde vivo: puedo ser meticulosa en el vestir como un baganda o viajar a lugares donde el nudismo es lo bello, al uso de los karamajoy.

Puedo llevar un moño estirado al gusto de mi abuela, o dejar que los rizos vuelen salvajes; ver cómo mi sobrina pone de moda esas botas negras, rebeldes, con las que bailé. Puedo ponerme en huelga de planchar las sábanas o sacar del baúl las de mi abuela, rígidas de azulete, con los bordes sembrados de puntillas.

Puedo mirarme en el espejo y decidir que soy de la tribu de los libres que eligen ser (en cuerpo, vestimenta, creencias, saberes y afectos) de todas las tribus.

Catmindfulness

El descanso: 

Para mi gata, el mundo es aquello que sucede entre siesta y siesta. Los días son algo a lo que retornar desde una sucesión infinita de duermevelas que la preparan para unos pocos momentos de caza y juego. El descanso requiere un ritual de aseo antes y después de cada cabezada, como si en vez de dormir entrara en estado de meditación, con un ojo en el mundo y otro en su mundo. A ese, su mundo descansado, me arrastra con ella y ahora no sé vivir sin ese oasis diario en el sofá, lomo con lomo, a salvo de la prisa.

Me pregunto por el sinsentido de agotar el cuerpo y el cerebro cazando presas inútiles: con ella he aprendido que el descanso no es una pérdida de tiempo, sino la mejor inversión para cuando llega ese momento decisivo que requiere de toda tu energía.

Observar:

Me he rendido a lo inevitable y he acabado construyendo una especie de trono para ella al lado de la ventana, puesto que es el lugar donde pasa más horas, observando. Yo desconocía ese universo fascinante tras el callejón de los bloques vecinos, la calle adyacente y el jardín del Centro de Día, micropaisajes que nutren su jornada con infinidad de estímulos, ruidos, posibilidades: los gatos que rastrean comida, los abuelos que salen a tomar el sol y hacer gimnasia, las risas de las auxiliares en sus descansos, el señor que ha creado un pequeño huerto urbano, ¡los pájaros en los árboles, que no entren que los cazamos! La lluvia, fenómeno extraño y ruidoso. ¿A qué huele la nieve? Los árboles. La noche. La ventana es el paraíso al que Ava viaja cuando no estoy,  observando un mismo escenario que cambia cada día. Tan igual y tan distinto.

plena atención

Anclajes:

Ava cree que la originalidad está sobrevalorada y el cambio no suele traer nada bueno. Su instinto de supervivencia rechaza el cambio, salvo que el cambio esté enlatado con atún en alguna mezcla distinta; entonces sí, lo acepta sin reservas.

Su tiempo no se rige por horas, sino por hábitos. Consecuencia indeseable es que su reloj interior no distingue sábado de lunes y me veo levantándome los días de fiesta al alba, como hago a diario, desayuno café descafeinado, la engaño con atún y, entonces sí, vamos a por la primera siesta del día.

Los hábitos son su ancla y, por evitarle desazón,  he regulado los míos para entendernos las dos. Ella tiene un mapa en su cerebro gatuno donde registra el orden en que efectúo los movimientos que desembocan en una u otra cosa; cuando cambian radicalmente, se activa en ella una señal de peligro. Y yo, que he andado estos años buscando el cambio y el cambio me ha encontrado en tantas cosas, he pensado que a lo mejor el movimiento es compatible con cierto orden de hábitos que nos anclan a una sensación de estabilidad: puede ser ilusoria, pero es necesaria.

El apego:

Mi gata busca sin complejo ninguno el apego físico y emocional, de forma insistente e inmune al desaliento. Mi cuerpo es un mero colchón ante el que ella valora opciones: si la cadera es el mejor lugar donde acurrucarse o es mejor cavar un lugar entre los tobillos. Se toma su tiempo para encontrar el hueco más cálido. Si me levanto a la cocina, viene a la cocina. Si escribo, se acurruca a mi lado. Voy, viene. Vengo, viene. La echo de mi lado y se va bufando, al minuto vuelve y me marca con la frente: “hola, eres mi humana y me perteneces”.

Ava pasó sus primeros ocho meses en la jaula de una protectora y sabe que el mundo es un lugar que puede ser frío, que los cuerpos sirven para darse calor y los gestos se leen mejor cuando traen cariño. Me sumo a esta verdad.

El sol:

No subestiméis el poder medicinal de unas cuantas volteretas en el balcón, al sol, enseñándole el lomo, las orejas, la tripa. Jugar es de sabios, pero jugar al sol es de sabios alegres.

lo que daría yo

Vaciar los armarios de prisas

vaciar armariosHoy he madrugado para vaciar los armarios de prisas.

Para no despertar a los vecinos lo he hecho en silencio y despacito. Primero he sacado todo lo que había y lo he colocado delante de mí. En primera fila lo que ni siquiera sabía que tenía. Y no muy alto (los vecinos duermen y no tienen la culpa de que yo viva al alba) me he echado a llorar, por descubrir que la mayoría de los objetos que ocupaban tanto sitio en los estantes no eran míos: miedos de otros, expectativas que no me pertenecen, frustraciones que me han colgado a escondidas, objetivos que alguien ha decidido que son míos y que, a falta de espacio en su casa, han aparecido en una esquina de la mía.

Ay, el tiempo perdido y las emociones desgastadas en asuntos, cajones y lugares que no me pertenecen.

En silencio y despacito,  he puesto algo de orden de la manera que os cuento ahora, por si os sirve: primero, he quemado toda esa primera fila de objetos inútiles que no me pertenecen, esto es: miedos, frustraciones, inseguridades, enfados y objetivos que, siendo de otros, ocupaban espacio en mis días. Después me he sentado al lado de todo lo demás un momento, para observarlo. El pasado lo he envuelto con cuidado y lo he bajado al desván, porque tiene la mala costumbre de aparecer cuando menos te lo esperas y ocupar cajones que necesito para otras cosas. El futuro lo he reciclado porque me ocupa muchas neuronas, ya lo iré tejiendo en los ratos libres con los trozos sobrantes del hoy.  Así que de repente me he visto con las pocas cosas que me pertenecen a mí y que corresponden a un tiempo que se llama ahora.

Os cuento que al ordenar el ahora he visto llamadas desatendidas: de esas que viven en lo más hondo y te arrepientes de no haber hecho si te mueres; inmediatamente, las he pasado a primera fila… claro que para eso he tenido que tirar antes los miedos que sí eran míos. No eran tantos. No he encontrado frustraciones, por mucho que he buscado.

Entre una cosa y otra, al volver y revolver, tenía toda la casa llena de una prisa que no puedo tirar, porque la necesito para ganarme la vida y adaptarme a un mundo que, me pertenezca o no, me la pide cada día. Por si os da ideas, os cuento que la he dejado en el perchero de la entrada. Me la pondré cuando salga de casa, si es necesario, pero no dejaré que entre hasta la cocina, que me llena los días de guerra, polvo y malhumor, y bastante he trabajado hoy al alba, despacito y en silencio, haciendo limpieza de miedos y vaciando armarios de prisas.

(La imagen es del fotógrafo Jesús Tejel)