Mis decálogos

El adiós es un lugar donde crece el limonero

Pocos días antes de la muerte de mi padre, en una mañana de finales de este agosto, pasamos las horas con él echado en su silla, mirando el infinito de su ventana –pinos, cielo, la brisa que alimentaba la primera hora del día- amasando con amor la canción del final. Sabíamos que el momento se acercaba; la muerte, más que acecharnos, nos abría los brazos a todos, nos rendía con dulzura a lo inevitable. Pude recitarle estas palabras:

En tu último viaje, llena tu maleta de logros y entierra las culpas en el jardín, para que crezca un limonero. Arregla los perdones antes de salir de casa. Recuerda los trazos de amor que han dibujado tu vida: lo demás, poco importa.

A mi padre la vida y un ictus le arrebataron el lenguaje en sus últimos meses: un hombre hecho de frases poderosas, que seducía con la palabra, que conquistaba con su discurso, que sacaba pecho contando chistes. Y tuvimos que inventar una forma nueva de comunicarnos, de despedirnos.  Pero las palabras son semillas misteriosas que arraigan a capricho en el corazón y, desconocedora de hasta qué punto me entendía mi padre, en un acto de fe, en esa mañana al filo de la eternidad, las usé, apelé al poder de las palabras como quien se acoge a tierra sagrada, con un aliño de caricias y risas, cariño y recuerdos, consciente de que estábamos fabricando, para los que quedábamos en tierra, un faro para el después.

Segis y Elena

El último viaje de Segismundo Lambea: una maleta llena de logros

Bajo el influjo de esas frases, antes de partir, pudimos arreglar los perdones y enterrar, junto a culpas y perdones, la semilla del árbol capaz de transformarlos en frutos que den color a cajones de grises y nublados, que nutrirán el futuro familiar. Quise, en su funeral, dedicarle unas palabras y abrir la maleta que mi padre había llenado de logros; compartirlos, como hago aquí, para que los aciertos de los que se nos van guíen el camino de los que quedamos.

Dejadme que los comparta también aquí, dejadme celebrarlos con vosotros:

Su capacidad de lucha y superación personal. Nació en 1931 y al año siguiente una epidemia de polio lo sacudió al borde de la muerte: sobrevivió, pero quedó con una pierna muerta, más corta. En sus primeros años, cuando gateaba y jugaba con otros niños que lo retaban con travesuras, oía a los mayores decir “Deja al chico, ¿no ves que es inútil?” Inútil. Esa era la palabra guarida de una maldición, el pozo de miedos de su madre y su abuela, que temían por su futuro como a un nido de serpientes. Pero él nunca se la creyó y jamás se puso límites: superó barreras físicas, sociales, personales, luchó por sus derechos y los de tantas personas como él. Aquel niño (al que el carpintero le remendaba las muletas de madera a medida que crecía o las partía jugando por los barrancos) se convirtió en un luchador: con los años, consiguió en edificios rampas, accesos, le declaró la guerra a escaleras y a portales imposibles. Lo más importante: transformó nuestra mirada hacia las personas con discapacidad, mucho antes de que leyes, asociaciones, movimientos inclusivos levantaran la voz. Para ello, de forma épica, tuvo que cambiar la mirada hacia sí mismo: superar inseguridades, creerse capaz y sentirse invencible. Sin esa actitud, no hubiese hecho posible lo imposible.

Su compromiso social. Vivió la pobreza con mayúsculas en su infancia: posguerra, hambre, y la muerte de su padre, pastor, al que un rayo mató de repente y dejó una viuda todavía más pobre, con cuatro hijos: Segis, el mayor, de catorce años, y tres más. Mi abuela se dejó la alegría trabajando sin remedio ni esperanza y Segismundo, adolescente, asumió responsabilidades como quien se ve apelado a levantar el peso del mundo. Sin embargo, esos años difíciles forjaron un rebelde lleno de causas, y nunca quiso para nadie más las carencias que vivió en carne propia. Desde esa experiencia vital, encontró en el cristianismo una forma de concretar un mundo más justo, con hechos, acciones, cambios, velando por el bien del prójimo como velas por ti mismo. Se implicó para mejorar su entorno: en su pueblo, Tauste, en movimientos de acción católica, asociaciones de padres, creación del Instituto Musical, la asociación de disminuidos físicos (entonces se llamaban así), y movimientos varios. Me dijo una vez: “hija mía, los pobres o aquellos a los que nadie hace caso, tienen que unirse para conseguir cosas”. Fue veinte años voluntario de Cáritas, y se vinculó económicamente a entidades con causas, porque sabía que “las buenas palabras no dan de comer y las buenas intenciones no pagan el alquiler” (lo veo diciendo esta frase con su dedo levantado, sentenciando). Su compromiso mejoró el mundo.

Su orgullo de pertenencia, a su pueblo, Tauste, y a su familia, de origen humilde (de polvo y trabajo en campos de otros), que nunca escondió, sino que relató e hizo visible –con historias, anécdotas y sacando pecho-  ante los que pretendían o presumían de casta o rango: jamás midió a nadie por su clase social, sino por sus actos.

Su mayor logro: mi madre, el amor de su vida; casarse con ella fue su mejor decisión y, perderla tan pronto, la peor prueba. Su mejor apuesta, la educación de sus tres hijas: fue una prioridad para mis padres que accediéramos a la formación que a ellos les fue vetada por razones económicas, prejuicios sociales y ausencia de oportunidades. Ambos tenían una fe inquebrantable en la educación como herramienta de transformación personal e instrumento de cambio social, alejada de conceptos como élite o prestigio, a los que eran inmunes. Él mismo conservó la inquietud por aprender mientras tuvo vida: cursos en el Centro de Mayores de su barrio, aprendizaje del mundo digital,  el club de lectura en la residencia donde pasó los últimos meses, bajo el amparo de Machado, cuyos versos aprendió de memoria.

Su mayor reto y su victoria: su autonomía. Quiso demostrar que una persona con una discapacidad física puede vivir plenamente y de forma autónoma. Lo consiguió durante nueve décadas y la intentó mientras le fue posible.

Su superpoder: un sentido del humor inmune a desgracias y disgustos, pócima ante la adversidad. A buen seguro le penará no haber sido él el que bromee en su funeral, contando chistes sobre su propio entierro, y así queremos recordarlo: haciendo reír, atrapando la gracia con la que hacía su magia.

Los trazos de amor con los que dibujar el duelo

Como decía al principio, en nuestro último viaje, llenemos la maleta de logros y enterremos las culpas en el jardín, para que brote la semilla de nuestro árbol más querido. Arreglemos los perdones antes de salir de casa. Recordemos los trazos de amor que han dibujado nuestra vida; lo demás, poco importa.

Cuando el barco zarpa, comienza otro viaje para los que quedamos, que llamamos duelo: una cueva llena de vacío que se nos llena de recuerdos (que conviven en desorden, terribles o alegres, despertándome en mitad de la noche, atacando entre tareas, que sobrevienen en el desayuno o se cuelan en los vanos intentos de tus amigos para que salgas de un camino, necesario, que debes transitar por ti mismo y a tu ritmo).

Cuando murió mi madre, nadie me explicó qué era esto del duelo. Por aquel entonces yo era muy joven y no reinaba en palabras: no cocinaba, como ahora,  historias que me salvaran. En esos años se recitaban novenas y frases comunes (No somos nada, tienes que ser fuerte) que en el ataño de otros fueron bálsamo, pero que a mí me sentaban como una comida pesada, ajenas a mi tiempo. De ese primer duelo, de esa orfandad desgarradora, nació mi amor por las palabras, porque busqué salvación en los libros, en las historias de otros, y poco a poco vislumbré en ellas otros duelos, otras pérdidas, otras orfandades, otras frases que sí fueron bálsamo, y entendí que ellas, las historias, nos conectan. Por eso ahora, en mi segunda orfandad (más dulce, mejor armada, plenamente aceptada, con el privilegio de haber podido y sabido acompañar, con el gozo de haber abrazado su cadáver rendida, sin muros ni reparos) me tomo el tiempo de llorar (porque es la forma de salir de la cueva) y sonrío por el acierto de haber atinado a cocinarle a mi padre unas palabras de homenaje, en su funeral, con las que dibujar un trazo de amor que diga adiós.

El duelo para mí es retirarme a un jardín donde plantar emociones, podar malos recuerdos, sembrar palabras y construir un invernadero de historias: que salven otros duelos, abracen otras orfandades y susurren, al oído, que el adiós es también un lugar donde crece el limonero.

 

Palabras como flores de manzanilla

“Estas son solo unas notas para recordar el camino” dice Nieves Pulido en su poemario Flores; los poemas, cada uno con nombre de una flor distinta, cada uno como una nota, una pequeña melodía. ¿Con qué flores sembramos nuestros días? ¿Qué aroma entonan los pensamientos?

palabras como flores de manzanilla

El ramo de las primeras veces, lleno de rosas y lirios del valle, margaritas e ilusión. El de las despedidas, hojas recién caídas del árbol. El de las oportunidades, que huele a lavanda silvestre creciendo ajena al esfuerzo, espantando el mal. El del juego y la alegría infinita de los girasoles: yo también busco la luz, soy girasol sol sol que saca los brazos al sol.

Por qué no regalarnos un ramo de esperanza y jazmín, como cada vez que alguien nos envía a casa palabras con aroma a confianza. En su honor, en días grises me fabrico un ramo de sueños de dientes de león que sobrevuele la niebla que puebla la rutina: ellos hablan el lenguaje de las hadas, ¡es bueno dejarles hacer!

Ay, aquellas veces en las que un ser querido nos da un beso con rama de olivo y olvida un enfado. Los abrazos de todo tipo y condición, como flores de manzanilla, que todo lo curan… así quisiera que fuesen las palabras que canto y los libros que escribo.

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Hoy quiero creer que las flores, ideas, palabras, pensamientos, incluso muchos de nuestros recuerdos son una manera distinta de flor de loto: da igual si nacen del barro, la tristeza o el miedo. Al final, un solo nenúfar puede iluminar todo el estanque.

Así quisiera que fuesen las palabras que canto y los libros que escribo.

Orientar el corazón hacia el este

Me gustaría anclarme en la vida como las iglesias románicas y las catedrales góticas: orientadas hacia el este, por donde nace la luz. Seguir con los ojos los rayos de sol y girar la columna para que aterricen en mi cara las ganas de vivir, de crear, de sentir.

En la catedral de León reina un continuo atardecer porque un arquitecto sabio supo que el quid de la cuestión era acristalarse de tal manera que la luz viajara a través de infinitos naranjas hasta el ocaso. Así se camina el día, así se caminan los días, así se camina el Camino de Santiago hasta Finisterre, el atardecer al final del mundo, el naranja definitivo.

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Durante años caminaba con mi réflex por la ribera del Ebro al amanecer y al atardecer, donde habita la mejor luz: la de la sabiduría y la de las brujas, las ideas, los propósitos, los reflejos del agua. Enmarcada entre ambas luces trato de recorrer el día y sus rutinas, sus problemas, sus prisas y despropósitos como puedo, como cada cual. Pero escribo todos los días al alba y me recojo con un libro al atardecer, porque cuando bailo con las palabras busco un territorio distinto, de luz y libertad, que nada tiene que ver con el tiempo y, mucho menos, con los tiempos. Si no instalamos nuestras horas con sublimes cristaleras, como la catedral de León, se nos escapa la luz, dejamos de crecer y ensancharnos en su búsqueda.

Hay épocas en que el corazón se despierta lleno de hojarasca y espinas; es bueno sentarse y, una a una, arrancar con cariño los miedos y disgustos, acallar decepciones prepararle un ungüento. Cogerlo con manos de madre y asegurarse de que, una vez curado, palpita de nuevo bien orientado hacia el este, por donde nace la luz.

A veces no pienso, tan solo siento

“A veces no pienso, tan solo siento; es mi manera de ser feliz (…) Ya no busco fuera lo que está dentro ni pido cuentas al porvenir” dice el rapero y poeta Sharif, hijo del cierzo y de la margen izquierda del Ebro.

Un abrazo, una sonrisa, una ola de cariño, una amiga que viste su terraza de luces para ti.

Un concierto en una noche de verano, una frase que habla para ti.

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Alguien que te confía, a la intemperie, su fe en ti.

Tu perro inmune al malhumor, tu gata que escala tu lomo para dormir.

El primer rayo, la última luz.

Los que ayudan en un incendio para que no se queme la esperanza. Los que cantan justicia porque sí.

El primer paseo del día, el último verso en la noche. El olor a limón. Una noche canalla a destiempo. El silencio compartido. La siesta. El bocadillo de excursión. El beso que no te esperas. El pelo recién lavado, la lavanda, el melocotón, un qué tal estás.

Un puñado de palabras sinceras que te curan.

Vivir descalza, amar descalza, escribir descalza.

Querer. Quererte. Querer quererte.

Un abrazo, una sonrisa, una ola de cariño, una amiga que viste su terraza de luces para ti.

Un concierto en una noche de verano, una frase que habla para ti.

 

Un mundo lleno de mañanas de domingo

Me gustan los árboles y las personas que estiran el cuello para avistar esperanza. Aquellos libros que hacen los días más ligeros, incluso cuando cuentan el peso del mundo. Las jornadas desnudas de prisas y las charlas, al sol, libres de enfados. Los jóvenes con ganas de luchar y los viejos con afán de aprender.

Me gustan los amaneceres llenos de posibilidades, y los atardeceres con pinceladas de buena compañía; me gusta este mundo que me invento, colmado de mañanas de domingo, que siempre me ha salvado.

La Erótica de la página

Me gusta esa luz de primera hora de la mañana en la que escribo, pienso y camino mejor, hora mágica en la que genero mundos posibles, resuelvo los imposibles y salgo a caminar la ribera. Me gustan las señoras y los señores que se visten para caminar como si fuesen a correr una maratón, aunque les apriete la camiseta. Me gustan los grupos de ciclistas que celebran su tour dominguero con risas y huevos fritos, como si volviesen de una gran victoria. Me gustan los adolescentes que comparten manta con el Ebro, los besos y un libro. Los solitarios que habitan una piedra al lado del agua, sin más afán que observar. Me gustan los niños que aprenden a ir en bici y los padres que la reaprenden para enseñarla. Me gustan las amigas que disfrutan desayunos ruidosos y perros que pasean a sus dueños por senderos y cariño. Me gustan los fotógrafos que cazan pájaros y los corredores que sortean paseantes. Me gustan los que caminan para celebrar la soledad, buscadores de silencio. Me gustan los grandes grupos de andarines que quedan junto al Ebro para avanzar rápido a la conquista del tiempo.

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Me gusta el café que me tomo en mi terraza favorita al final del paseo, y sonrío a la camarera que se acuerda de mi nombre. Me gustan las conversaciones ajenas que atrapo mientras finjo que leo, y la caricia del sol de invierno. Me gusta la pereza aquí y allá, como las flores silvestres, en ratos que no esperas. Me gusta la gente que sabe estar tranquila y hacer compañía, sin más. Me gustan los perros que me saludan como si ya me conociesen y las amigas que saben conjugar un «¿Cómo estás?». Me gusta este mundo que me invento que olvida la noche, las sombras, las dudas y puebla mis días de mañanas de domingo.