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El Camino de Santiago, un viaje entre el cielo y la tierra

Cuando recorrí el Camino de Santiago no sospechaba que, años más tarde, tendría la oportunidad de devolverle a esta ruta mágica parte de lo que tanto me dio: un espacio para el camino interior, un retiro en movimiento, de horizonte en horizonte, que dibujase un territorio nuevo dentro de mí, que me abriese las puertas a un mundo nuevo -emocional, experiencial, vital- que tanto necesitaba.

Pero la vida es misteriosa, y en esas semanas, fuera del tiempo, en las que me convertí en hospitalera de historias, se forjaba sin saberlo la semilla de un libro que se ha tejido a cuatro manos (Jesús Tejel, las fotografías; yo, las palabras) y que ahora nace con la intención de recorrer esta ruta, para ti, desde el lugar que le corresponde: entre el cielo y la tierra.

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En este libro ambos, fotógrafo y escritora, te invitamos a mirar el Camino de Santiago, con nosotros, desde otra perspectiva. Cuando elevas la mirada y observas cualquier paisaje desde el cielo, nacen formas que desconocías, elementos que ignorabas, detalles que habían pasado inadvertidos, que modifican tu percepción de una geografía que creías conocer.

El viaje fotográfico que te ofrecemos es una experiencia visual, sensorial, del Camino Francés, desde la distancia; a caballo entre el cielo y la tierra, las imágenes transitan a lo largo de bloques temáticos desde una mirada panorámica a distintos aspectos de la ruta jacobea: su geografía y paisajes, su universalidad, las huellas de la fe y de su historia, las historias personales y señales que lo pueblan, los amaneceres y atardeceres que lo enmarcan.

El Camino se camina, pero, ¿Qué ocurre si lo observamos desde el aire? Porque la peregrinación a Santiago discurre, dentro de nosotros, justamente en ese lugar entre lo divino y lo humano: las fotografías de este viaje se sitúan, precisamente, en ese espacio mágico. Desde esa misma distancia han nacido los textos que acompañan y bailan con las imágenes. A veces, de la mano. Otras, discurren en vuelo libre en torno a los mismos temas, con la intención de aportar al lector una percepción complementaria: visual, intelectual, sensorial y espiritual en cada una de las miradas.

Cada capítulo contiene una peregrinación en sí misma, completa e independiente, desde Somport o Roncesvalles hasta Santiago o Finisterre, a lo largo de un tema; un viaje fotográfico y literario con el que puedes pasear un aspecto de esta ruta desde su alfa hasta su omega, desde su amanecer a su atardecer, en varias dimensiones.

Indice

Los que habéis peregrinado podréis reconoceros y, al mismo tiempo, descubriréis nuevos aspectos. Los que todavía no habéis sentido la necesidad de orientar vuestros pies hacia Santiago, esperamos que os invite a hacerlo. Para los que (por salud o circunstancias vitales), el corazón os llama a caminarlo pero la vida os lo impide… ojalá estas páginas compostelanas os lleven lo más cerca posible del Camino de las Estrellas.

¡Buen Camino!

 Más información: Booktrailer y  Tienda online 

Palabras como flores de manzanilla

“Estas son solo unas notas para recordar el camino” dice Nieves Pulido en su poemario Flores; los poemas, cada uno con nombre de una flor distinta, cada uno como una nota, una pequeña melodía. ¿Con qué flores sembramos nuestros días? ¿Qué aroma entonan los pensamientos?

palabras como flores de manzanilla

El ramo de las primeras veces, lleno de rosas y lirios del valle, margaritas e ilusión. El de las despedidas, hojas recién caídas del árbol. El de las oportunidades, que huele a lavanda silvestre creciendo ajena al esfuerzo, espantando el mal. El del juego y la alegría infinita de los girasoles: yo también busco la luz, soy girasol sol sol que saca los brazos al sol.

Por qué no regalarnos un ramo de esperanza y jazmín, como cada vez que alguien nos envía a casa palabras con aroma a confianza. En su honor, en días grises me fabrico un ramo de sueños de dientes de león que sobrevuele la niebla que puebla la rutina: ellos hablan el lenguaje de las hadas, ¡es bueno dejarles hacer!

Ay, aquellas veces en las que un ser querido nos da un beso con rama de olivo y olvida un enfado. Los abrazos de todo tipo y condición, como flores de manzanilla, que todo lo curan… así quisiera que fuesen las palabras que canto y los libros que escribo.

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Hoy quiero creer que las flores, ideas, palabras, pensamientos, incluso muchos de nuestros recuerdos son una manera distinta de flor de loto: da igual si nacen del barro, la tristeza o el miedo. Al final, un solo nenúfar puede iluminar todo el estanque.

Así quisiera que fuesen las palabras que canto y los libros que escribo.

La tribu de los libres

Escribía Kapuscinsky, en Ébano, sobre dos tribus africanas vecinas: «Los baganda son gentes muy pulcras en lo que a limpieza y ropa se refiere. Al contrario que sus compatriotas, los karamajoy, que desprecian las vestimentas al considerar que la única belleza está en un cuerpo humano desnudo, los baganda se visten cuidadosa y meticulosamente, tapando los brazos hasta las muñecas y las piernas hasta los tobillos».

No sé en qué tribu de las dos me hubiese costado integrarme más, porque ni soy meticulosa en la vestimenta ni nudista, o puedo ejercer de ambas llegado el caso. Me acordé de este fragmento escuchando a la actriz Emma Thompson sobre la dificultad de mirarse en el espejo, desnuda, para una mujer de mediana edad, en una tribu mediática que impone el canon de un cuerpo imposible: probablemente, le diría a Emma, sobre las alfombras rojas a las que acudes,  los baganda se espantarían de los vestidos que enseñan demasiado y, los karamajoy, los que tapan demasiado: unos y otros, deduzco, quedarían extrañados de una tribu que relaciona éxito y delgadez.

Cuando, en tiempos de la universidad, volvía al pueblo en vacaciones y mi abuela me decía que «estaba guapa»,  significaba que había engordado (para mi disgusto). Nada como una generación que sufrió el hambre de posguerra para apreciar la vida que rezuma una mujer algo «entradita en carnes», en la que ella veía fertilidad, fuerza y vida. «Mi nieta es como el tordo – decía – la cara delgada y el culo gordo». Para ella y las mujeres de su tribu, el pelo rizado había que domesticarlo y un moño estirado denotaba elegancia, el largo de la falda era largo y cosían puntillas de ganchillo a todo.

En su tribu, las sábanas se lavaban con azulete y plancharlas constituía un rito iniciático que solo unas pocas almas elegidas realizaban a su gusto. En la mía, en mi tribu vecina de aquellos años, el negro no era señal de luto, sino de modernidad, y las botas militares no se usaban para invadir, sino para saltar en discotecas al ritmo de Nirvana.

Pertenecíamos a tribus vecinas con cánones de belleza y vestimenta distintas, condenadas a entenderse, como los baganda y los karamajoy.

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Hoy me acuerdo de Emma Thomson y de esas dos tribus africanas, porque vuelvo de la piscina pública donde suelo ir a nadar,  y en el vestuario convivíamos mujeres desnudas de tribus variadas y distintas -en cuerpo y vestimenta- con total naturalidad.

Al verlas he pensado que me gusta vivir donde vivo: puedo ser meticulosa en el vestir como un baganda o viajar a lugares donde el nudismo es lo bello, al uso de los karamajoy.

Puedo llevar un moño estirado al gusto de mi abuela, o dejar que los rizos vuelen salvajes; ver cómo mi sobrina pone de moda esas botas negras, rebeldes, con las que bailé. Puedo ponerme en huelga de planchar las sábanas o sacar del baúl las de mi abuela, rígidas de azulete, con los bordes sembrados de puntillas.

Puedo mirarme en el espejo y decidir que soy de la tribu de los libres que eligen ser (en cuerpo, vestimenta, creencias, saberes y afectos) de todas las tribus.

Un mundo lleno de mañanas de domingo

Me gustan los árboles y las personas que estiran el cuello para avistar esperanza. Aquellos libros que hacen los días más ligeros, incluso cuando cuentan el peso del mundo. Las jornadas desnudas de prisas y las charlas, al sol, libres de enfados. Los jóvenes con ganas de luchar y los viejos con afán de aprender.

Me gustan los amaneceres llenos de posibilidades, y los atardeceres con pinceladas de buena compañía; me gusta este mundo que me invento, colmado de mañanas de domingo, que siempre me ha salvado.

La Erótica de la página

Me gusta esa luz de primera hora de la mañana en la que escribo, pienso y camino mejor, hora mágica en la que genero mundos posibles, resuelvo los imposibles y salgo a caminar la ribera. Me gustan las señoras y los señores que se visten para caminar como si fuesen a correr una maratón, aunque les apriete la camiseta. Me gustan los grupos de ciclistas que celebran su tour dominguero con risas y huevos fritos, como si volviesen de una gran victoria. Me gustan los adolescentes que comparten manta con el Ebro, los besos y un libro. Los solitarios que habitan una piedra al lado del agua, sin más afán que observar. Me gustan los niños que aprenden a ir en bici y los padres que la reaprenden para enseñarla. Me gustan las amigas que disfrutan desayunos ruidosos y perros que pasean a sus dueños por senderos y cariño. Me gustan los fotógrafos que cazan pájaros y los corredores que sortean paseantes. Me gustan los que caminan para celebrar la soledad, buscadores de silencio. Me gustan los grandes grupos de andarines que quedan junto al Ebro para avanzar rápido a la conquista del tiempo.

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Me gusta el café que me tomo en mi terraza favorita al final del paseo, y sonrío a la camarera que se acuerda de mi nombre. Me gustan las conversaciones ajenas que atrapo mientras finjo que leo, y la caricia del sol de invierno. Me gusta la pereza aquí y allá, como las flores silvestres, en ratos que no esperas. Me gusta la gente que sabe estar tranquila y hacer compañía, sin más. Me gustan los perros que me saludan como si ya me conociesen y las amigas que saben conjugar un «¿Cómo estás?». Me gusta este mundo que me invento que olvida la noche, las sombras, las dudas y puebla mis días de mañanas de domingo.

Lenguas

Aprender una lengua nueva es dejar que la lengua encuentre en el paladar músculos que traen sonidos distintos nacidos de recovecos insospechados. Ante los nuevos fonemas volvemos a la infancia y el oído se estresa y se entrena para reconocer lo amenazante como familiar. Incluso las manos se mueven extranjeras. El gesto imita el de aquellos a los que miramos con extrañeza y admiración, oh, esos nativos poderosos que poseen un conocimiento lejano e inalcanzable: ¡la quimera del bilingüismo!

Lo que nadie te cuenta es que aprender una lengua te deslengua: como no sabes muy bien lo que dices, te da un poco igual lo que decir, y en el saco de  la torpeza el aprendiz mete el error al lado de la libertad de equivocarse, bordeando sin complejos las fronteras de lo correcto. Nunca me he permitido tantas incorrecciones como cuando he pasado temporadas en otro país: te perdonan el error –o lo consienten con paternalismo –  y desde esa falta de expectativas te ejercitas en los días y los verbos con la certeza del regalo de la oportunidad de reinventarte. Por ello no he sido (cuando he vivido en inglés) la misma persona que en castellano, en la segunda lengua me muevo más revolucionaria y atrevida. Incluso he amado distinto.

El inglés ha sido el idioma de los viajes, de las vidas distintas, personajes pintorescos e historias ajenas a mi vida habitual, a la que he vuelto luego con la extrañeza del que encuentra más familiar lo extranjero.

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La escritora Jhumpa Lahiri, en la cúspide de su carrera, decide abandonar su mundo conocido e  ir a Italia (arrastrando a su familia) para aprender italiano. Se exilia de su lengua y escribe su primer libro en el nuevo idioma: con cautela, a trompicones, con desvelos. Y se descubre como una escritora distinta; en su libro En otras palabras habla de esa constante necesidad de buscar un camino alejado:

“Provengo de ese vacío, de esa incertidumbre. Creo que el vacío es mi origen y también mi destino. De ese vacío, de toda esa incertidumbre, viene el impulso creativo, el impulso de llenar el marco”.

La lengua en la nueva lengua se mueve en el paladar entre sonidos distintos, pero también nuestra identidad: cuando nos quitan la palabra y por gusto la vestimos con un traje nuevo, caemos en un vacío apasionante de posibilidades, si nos atrevemos a pronunciar con una recién bautizada torpeza los sinónimos de comienzo.