El club de aprendices para toda la vida

María Belmonte, en “Los senderos del mar, un viaje a pie” cuenta que la Academia de Azkoitia, nacida en el siglo XIX en la localidad con el mismo nombre, reunía a personas con inquietudes intelectuales. Los lunes se hablaba de matemáticas; los martes, de física; los miércoles, de historia; los jueves, música; los viernes, geografía; los sábados cuestiones distendidas y los domingos conciertos. Una parte de mí hubiese querido ser un caballero de esa época para asistir a veladas diarias y aprender todos los días muchas cosas. Pero inevitablemente mi empatía viaja a las mujeres que no eran dignas de dichos clubs, y a mis bisabuelos, cuyo aprendizaje tenía más que ver con la supervivencia o los ciclos de las cosechas, dos asignaturas que desconozco.

María realiza en ese libro una travesía a pie por la costa vasca, paisaje de su infancia. Y en su forma de caminar y contar lo que camina, paseamos por igual geología y sensaciones, historia e historias, geografía y recuerdos, literatura y mitos, biología y la magia del paisaje, la lógica de los árboles o el azul del cantábrico; su experiencia física al caminar durante horas y su pasión por el viaje. Leerla es como asistir a una Academia Azkoitia apta para todos los gustos y públicos.

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No entiendo esta vida sino como una bitácora, un cuaderno de pasos en el que se aprende de cada huella. Sé que a muchos de vosotros os sucede lo mismo, porque a tantos nos dieron un carnet invisible de pertenencia a ese club, el de aprendices para toda la vida.

En este lobby de gente inquieta hay barra libre de temas, y cada cual bebe según necesidad o apetencia: de lo que es útil para el oficio o para conseguir un oficio, de herramientas de vida en cada etapa, del tema que a uno le da placer sin más, del que le ayuda a entender las mareas del pensamiento o los misterios del mundo, del que le hace sentir ese mundo a golpe de viaje.

Aprender es también empujarse a saber de caricias y anhelos, atrapar paisajes nuevos o escuchar de forma nueva los viejos. Observar lo que pasa en nuestro trozo de calle. Leer entre líneas, esculpir el silencio, descifrar la sencillez de los afectos y el lenguaje de la música. Y apreciar los saberes de los que no asistieron a Academias Azkoitias, pero enseñaron y aprendieron.

Amar sin estar enamorado

En vietnamita existen diferentes palabras para formas distintas de amar. Thich, amar con gusto. Thong, amar sin estar enamorado. Yêu, amar amorosamente. , amar con embriaguez. Mu quang, amar ciegamente. Thinh nghia, amar por gratitud. Las apunté rápido con tinta certera cuando leía Ru, de la vietnamita Kim Thuy, en un viaje literario por autoras asiáticas del que aprendí otros lenguajes, otras lógicas, otras formas de narrar.

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En español sinónimo de amar es querer, que parece relegado a un papel secundario, como si fuese un sucedáneo descafeinado del deseo. Pero resulta que me gustan los actores secundarios y las tramas subyacentes, y prefiero querer más que amar: atesora un segundo significado, el de la voluntad. Tal vez «querer hacer o ser algo» sea también amar algo. El castellano entonces guarda la sorpresa de este verbo que es mitad afecto mitad decisión de profesarlo. Y aunque el diccionario me recuerda que sinónimo de amar es también desear, hoy convierto a querer en protagonista: quiero explorar con vosotros todos esos verbos vietnamitas de amor, a ver qué resulta.

El verbo amar con gusto, el de los que se saben disfrutones porque, si no gusta, ¿para qué amar? El de amar amorosamente, que conjuga mi gata en el sofá. El de amar con embriaguez, del  que ya me aburrí, pero… si es el vuestro, tranquilos, porque ¡historias hay mil! El de amar sin estar enamorado, que es el del noventa y mil por ciento del universo infinito de las cosas y personas que amo. El de amar ciegamente, que escondo debajo de una piedra, lo cambio por otro que defina amar con lucidez. El de amar con gratitud a esas personas que ya no están en tu vida, pero estuvieron y te dieron.

Nos inventaremos otra palabra para amar con libertad: cuando dejas marchar o decides ser y dejar ser. O amar con calma, que dibuja con trazos delicados el baile de los afectos: se posan donde ellos quieren por efecto de la gravedad. El de amar porque no queda más remedio: lo conjuga la buena gente que se rinde a su buen carácter y prefiere no odiar. El de amar con sensatez lo que equivocas. El de amar por amar, sin objeto ni objetivos. El de amar toda la vida, que en pasado y presente predice el futuro perfecto de personas, causas y lugares que te  ayudarán a conjugar todo lo demás.

Elegir la alegría

En París vivía una niña iraní que surfeaba por las noches pesadillas de desarraigo. Acudía a la cama de sus padres para acogerse a sagrado, pero su padre la devolvía a su habitación de hija única, donde regresaba a la tierra del miedo. Hasta que llegó a la casa Shirin, también refugiada, también hija de refugiados, con la que compartió temporalmente habitación y cama. Shirin flacucha, fea, pálida y bigotuda, eterna payasa que hacía muecas, baile, teatro, pantomima y juegos, le devolvió con su cuerpo el calor, y con su risa inagotable la alegría. Shirin la maga fue albergue temporal de felicidad, pero se fue con sus padres y su magia a un hogar propio donde hacer muecas, baile, teatro y pantomima. La escena tiene lugar en la novela Marx y la muñeca, de Maryam Madjidi niñas, y Shirin es un breve capítulo, una mariposa leve en una novela en la que la adulta Madjidi canta a partes iguales la gravedad y gracia de su propia historia.

Las miradas me devuelven tristeza cuando cuento que pasé unos meses en India en un orfanato. Pero lo cierto es que fue un lugar donde aprendí alegría: las muecas, baile, teatro, pantomima, juegos, arrumacos, canciones, abrazos, más canciones, arrumacos, juegos, pantomima, teatro, baile y muecas. Lo innombrable y el pasado, en esos niños de todas las edades, quedaba enterrado en un pacto de silencio. En esa misma caja de Pandora guardé mi pasado y mis pocas penas. ¿Quieres ser mi mamá? me preguntó en gujarati una niña de cinco años, como el que sugiere jugar a la pelota. Fuimos mamá e hija de mentira hasta que a los días se cansó y se fue a buscar a otra. Nos hacía piruetas y después pasaba la gorra, donde echábamos piedras y aplausos. Semanas después sus padres de verdad la recogieron, a esa niña perdida pregonada en los periódicos y encontrada en un orfanato. Marchó con ellos llorando y no quise preguntar por qué.  No pude.

Quién no se ha sentido huérfano en algún momento de su vida: de salud, afectos, sustento, libertad, expectativas. Shirin y la niña perdida elegían la alegría como un lugar al que volver: traviesas y chispeantes, acudían a la risa como a la cama calentita en invierno o a un libro en noches de pandemia. Como al hogar salvavidas en un océano de desarraigo.

 Fotografías de Jesús Tejel 

Viajar.

IMG_20170901_062348_638 La primera vez que fui a París me lesioné. La segunda, corrí para salvar la vida, pero esa es otra historia. París lo anduve sola llegada desde India, en un entremés entre unos viajes y otros, y caminando sus calles pensé mucho, como solo piensa quien viaja solo. Viajar. Hay personas que viajan aunque el viaje no cale en ellos y viajeros que lo son se muevan o no. Viaja quien visita otras vidas,  quien sabe caminar con los zapatos del otro. Viaja quien se abre a nuevas experiencias, quien busca aire fresco. Viaja quien renuncia a lo de siempre aunque lo de siempre le acompañe en cada renuncia. Viaja quien aprende y arriesga los cimientos de su mundo conocido. Viaja quien explora lo que le da miedo, pese a todo. Viaja quien acepta el cambio y su incertidumbre. Viaja quien lee sin remedio y abre ventanas, con cada historia, a otros mundos. Viaja quien decide vivir la vida en movimiento sin que importe el destino o las lesiones, si lo hace solo o acompañado, si llega o no a buen puerto.
Nunca, en los viajes a París, encontré la luna de miel que buscaba. La primera vez, me lesioné. La segunda, corrí para salvar la vida: cuánto me gustaría contaros cómo esa carrera me trajo amigos, mucho sur y momentos robados de arena y azul. Pero esa… es otra historia.

Mujeres que surfean la vida.

IMG-20171017-WA0002Basta de mapas o planes,  concluyeron dos amigas: hablaban de proyectos que nacen y mueren, de personas que van y vienen, de ilusiones podadas y brotes de otras frescas, distintas. De mujeres orquesta que escalan problemas y cuidan flores, que son humanas y se quiebran, que son heroínas y hacen cima.  De viajes que buscan dunas y silencio, belleza y horizonte.  De cómo hacen para que el día se pare un rato sin que nada se pare. De cómo, decir adiós a tantas cosas, es un golpe de marea. De cómo con retales de vida inventan universos propios más allá del cielo. De no luchar ya contra los días, ni afanarse en conquistarlos: mejor surfear cada cosa que llega tras la estela de lo que traigan las nubes. Abandonarse a la incertidumbre. El único mar en calma es el que pinta la noche cuando nos quedamos a solas con ella.

(Fotografía de Ana Serrano Tierz)