Historias sobre mujeres que caminan, en la literatura y en la vida

El don de la serenidad

“Los pies dialogan con nuestros ojos, con nuestras orejas, con nuestra nariz, con nuestros brazos, con nuestro abdomen y con nuestros sentimientos”, afirma Erling Kagge en “Caminar”. Cuenta el caso de una mujer que, tras un periodo de estrés, recupera el contacto con su cuerpo y con el mundo a través de los pies. Pobrecitas todas esas extremidades que enterramos y olvidan el contacto con la hierba, el lenguaje del agua entre los dedos, la arena que nos cuenta lunas y mareas. Cuando nos descalzamos, nacemos a un ecosistema de sensaciones. Quitarse los zapatos es desnudarse del día y su prisa, aflojar el corsé del tiempo y entrar en la infancia, territorio de sentidos y emociones. Como niños impacientes, corremos a mojar nuestros pies en el mar, ¡que saluden a las olas y recuperen la memoria!

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Cuando tengo la mente confusa, camino. Le digo al cerebro que ceda el timón a los pies, porque mi mente corre atolondrada, como perro sin dueño, cuando el día y sus problemas me gritan que ordene y dirija una lenta procesión de pensamientos. Si las dudas me acosan y caen tormentas de zozobra, nombro entonces maestros a mis pies; cierro los ojos, imagino una duna vacía, y un espacio en blanco entre pisadas:

“Que la rueda sea útil para el carro se debe al vacío que hay entre sus treinta radios. Que la arcilla sea útil para el jarro se debe al vacío que hay en él. Que las puertas y ventanas sean útiles para la casa se debe al vacío que hay en ellas”, dice el Tao.

Imagino que a mi abuela todo esto que cuento del vacío y del Tao le importaría un bledo. No entendería el espacio en blanco como lugar de provecho, sino como síntoma de pereza y preludio de miseria. Lo peor que, a su juicio, podía hacer una mujer era “no hacer”, ser -¡horror!- una desquehacerada. Hacer era conseguir, conseguir significaba trabajar y trabajar conjugaba el verbo comer. De la no acción nada bueno salía, y por eso miraba con desdén las tardes veraniegas en las que la siesta de sus nietas se alargaba hacia el letargo. Sus pies no fabricaron metáforas sino largas jornadas en el campo, enrojecidos. Hinchados. Vencidos. Si viviese, le explicaría con calma que de esas tardes ociosas me nacieron lecturas y me brotaron palabras. De los tiempos de espera, claridad. Ella trabajaba con sus manos y yo amaso el vacío, dejando que las ideas reposen en la nada.  Mis pies tejen huellas en otro tiempo y puedo permitirme el don de la serenidad.